Con la intención de crear una perspectiva muy amplia y global, sobre los necesarios cambios para desarrollarnos de una manera sostenible, entre nosotros y con el entorno.
1.- Tomar conciencia del actual status quo humanitario, económico-energético y geopolítico.
2.- Trabajar para alcanzar las metas establecidas, por unanimidad en el seno de las Naciones Unidas, por un mundo más justo y más consciente de las verdaderas necesidades, crisis y conflictos a solucionar. (Metas de Desarrollo del Milenio, ONU)
3.- Trabajar, desde la conciencia sociológica con respecto a la importancia de la preservación de la biosfera. La gestión y explotación sostenible de los recursos naturales del planeta y la intención de proveer a la Humanidad de los avances de las ciencias y la tecnología con el fín único de mejorar la condición humana y cubrir las necesidades básicas para una vida digna, para todos.
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jueves, enero 19, 2006
domingo, enero 15, 2006
IRÁN: EEUU y Gran Bretaña consideran ataques aéreos
"LONDRES, 13 ene(IPS)- Estados Unidos y Gran
Bretaña ya están considerando el uso de la fuerza
contra Irán, luego de que el gobierno de ese país
reanudó sus actividades nucleares, aseguraron expertos internacionales."
viernes, enero 13, 2006
Sahara Occidental 1975-2005: Cambio de variables de un conflicto estancado (ARI)
ARI Nº 40/2005 -- Análisis
Carlos Ruiz Miguel ( 30/3/2005 )
Tema: A pesar de que parece que la situación en el Sáhara Occidental está igual hoy que hace 30 años, son importantes los cambios que se han producido, tanto internos en las partes en conflicto (Marruecos y Sáhara Occidental) como en los Estados vecinos (principalmente, España) y en las potencias internacionalmente más relevantes.
Resumen: Para entender el bloqueo actual de la solución del conflicto del Sáhara puede ser instructivo un análisis comparativo de la situación en 1975 y en la actualidad. A partir de ahí, podremos hacernos una idea de cuál es la posible evolución del conflicto a la vista del actual estancamiento que sufre. Como se verá, tanto la posición marroquí como la saharaui han experimentado variaciones, y en ambos casos unas han sido de mejora de sus expectativas y otras de empeoramiento de las mismas. El resultado final es el de una lucha de desgaste político cuyo final puede no estar en una victoria por una de las partes sino en una derrota por la otra.
Análisis: A raíz de la firma de los acuerdos de Madrid el 14 de noviembre de 1975, la situación de los saharauis era la de un casi total aislamiento. Recapitulemos la situación en el terreno de la política internacional, de la política marroquí, la saharaui y la española.
En la política mundial, los saharauis no tuvieron ningún defensor destacado. En aquella época, la estrategia de las relaciones internacionales estaba definida por la “guerra fría” entre el Este y el Oeste, con un grupo de “no alineados” intentando alcanzar protagonismo. Marruecos consiguió buena parte del territorio porque supo jugar sus cartas de forma que mantuvo sus buenas relaciones con el bloque soviético (como luego se verá), al tiempo que asumía un papel “occidentalista”.
En el mundo occidental se daba una convergencia entre los intereses de EEUU y de Francia. EEUU, que entonces no tenía una presencia definida en el Magreb, sólo quería que esa región no cayese en manos de un régimen eventualmente filosoviético y, para ello, siguiendo el “realismo kissengeriano” estaba dispuesto a hacer cualquier cosa. Francia, por su parte, quería aumentar su área de influencia en el Magreb, en buena medida a costa de Argelia, ex colonia que se resistió a seguir siendo tutelada por la metrópoli, pero también a la de España. Este es el primer dato explicativo de por qué pudo consumarse la entrega del territorio a Marruecos: EEUU y Francia coincidían estratégicamente en que el Sáhara no cayera fuera de la órbita “occidental” y la única potencia “occidental” capaz de asumir el territorio era Francia.
La URSS y el bloque soviético, por su parte, al menos por lo que hace al núcleo “duro” del espacio de influencia comunista (el Pacto de Varsovia), se mantuvo “neutral” ante la toma marroquí del territorio. En no pequeña medida ello se debió a la campaña que, a favor de la anexión, desarrolló el que fue secretario general del Partido Comunista marroquí, Alí Yata, aliado de Hassán II. Yata hizo una gira por la Europa del Este para intentar neutralizar la eventual oposición de estos países y, de hecho, lo consiguió. Los países del Pacto de Varsovia se abstuvieron en las votaciones que se realizaron en diciembre de 1975 sobre el asunto del Sáhara en la Asamblea General de la ONU.
Pero junto a los dos grandes bloques existía entonces un pujante grupo, el movimiento de los “no alineados” que, aunque no destacasen en general por ser precisamente liberales y demócratas, no por ello se alineaban siempre con la URSS. En este movimiento militaban dos países vecinos: Argelia y Libia. Fueron éstos los que consiguieron que los saharauis no quedaran totalmente aislados internacionalmente. Hoy se reconoce claramente el apoyo argelino al Frente Polisario, pero lo cierto es que, mientras duró (hasta 1984-1985), el sostén más importante económica y bélicamente fue el libio. Fue Libia quien abrió una línea de financiación ilimitada al Frente Polisario, permitiendo a éste comprar, dentro del mercado que no le estaba vetado (que era el del Este), las armas más sofisticadas. A partir de 1984 el único apoyo importante de los saharauis fue el argelino, pues en tal fecha, con un hábil movimiento diplomático (firma del tratado de Uxdá de “unión” de Marruecos y Libia), el rey Hassán consiguió cortar el apoyo libio al Frente Polisario. Después de que en 1986 el rey denunciara el tratado de Uxdá, Libia no volvió a apoyar al Polisario como lo había hecho antes.
La anexión marroquí fue relativamente fácil en el contexto político interno marroquí. En el momento en el que Marruecos se hace con el Sáhara existía una política de mano dura con la oposición, los llamados “años de plomo”. Esto inhibió o, en su caso, reprimió, las posturas disidentes. En este contexto la política marroquí en el Sáhara no conocía oposición interna, ni en Marruecos ni en el territorio ocupado.
Los saharauis se hallaban organizados por el Frente Popular para la Liberación de Saguia El Hamra y Río de Oro (zonas norte y sur del Sáhara Occidental). El Frente Polisario se vio enfrentado súbitamente a un reto de enorme magnitud: por un lado, hacer frente a dos Ejércitos (el de Marruecos y, hasta 1979, el de Mauritania) 12 veces superiores en número; por otro lado, organizar la retaguardia en unas condiciones de vida extremas.
Es cierto que el Frente Polisario tenía un ilimitado apoyo financiero y armamentístico libio, pero no es menos cierto que (con la excepción del incidente de Amgala a principios de 1976), el único personal para hacer frente a marroquíes y mauritanos en el campo de batalla era saharaui. En esa tarea consiguieron un inesperado éxito que sólo menguó a raíz de la construcción de los muros, a partir de 1981. Los muros hicieron que el Frente Polisario perdiera el control de la mayor parte del territorio y fuera incapaz de alcanzar los centros neurálgicos de la costa en donde se desarrolla la actividad económica. La construcción de los muros defensivos cercenó la capacidad destructiva del Ejército saharaui y permitió a Marruecos consolidar su dominio en las zonas económicamente más activas que, merced a los muros, quedaban inmunes a los ataques polisarios.
Al mismo tiempo que se desarrollaba la guerra, en la retaguardia las mujeres saharauis organizaban un Estado. El Frente Polisario consiguió vertebrar uno de los Estados más eficientes y mejor organizados de África. Con una gran escasez de recursos se consiguió alfabetizar casi al cien por cien de la población y darle una asistencia médica básica. Esta tarea fue desarrollada por una juventud muy combativa, imbuida de ideas revolucionarias que se sentía despojada de todo y que tenía todo por ganar.
España se hallaba traumatizada. Aunque la presidencia del gobierno (Arias Navarro) y el Alto Estado Mayor patrocinaban la entrega del territorio a Marruecos, el Ministerio de Asuntos Exteriores y el Ejército que se hallaba en el Sáhara hicieron todo lo posible por evitar ese desenlace. Fue el Ministerio de Asuntos Exteriores español el que defendió el derecho de autodeterminación del pueblo saharaui ante el Tribunal Internacional de Justicia de modo exitoso. El dictamen del Tribunal de La Haya de 16 de octubre de 1975 reconoció a las poblaciones saharauis el derecho a la autodeterminación por considerar que el Sáhara no forma parte de la “integridad territorial” de Marruecos. Ese dictamen constituye, aún a día de hoy, el título jurídico que sigue impidiendo los propósitos marroquíes. Los gobiernos sucesivos (Suárez, Calvo Sotelo, González y Aznar) llevaron a cabo una política más o menos cercana a Marruecos (González) o al Frente Polisario (Aznar), pero manteniendo incólume el principio de apoyo a la legalidad internacional vigente y al derecho a la autodeterminación del pueblo saharaui.
La situación actual se define por la negativa expresa de Marruecos (oficializada en abril de 2004) a aceptar y aplicar el “plan Baker II”, tal y como fue formulado. Una serie de acontecimientos en la política internacional, en la magrebí y en la española, explican y, a la vez, condicionan esta nueva etapa cuyo desenlace puede resultar imprevisible.
El acontecimiento políticamente más importante en el nuevo contexto es que las relaciones internacionales ya no se definen por la oposición “Este-Oeste”, sino por la de “yihadismo-democracia”. La fecha inaugural de este proceso, como es notorio, es la del 11 de septiembre de 2001. El desarrollo de esta estrategia ha conducido a que en el campo de lo que “antes” se conocía como el “Oeste” haya surgido una fractura por diferencias tácticas y estratégicas (“Occidente contra Occidente” la ha llamado André Glucksman). Esa fractura se ha ejemplificado en la oposición EEUU-Francia. Por un lado, Francia ha pretendido desarrollar una política de ausencia de tensiones con los países musulmanes que se traducía en el “dejar hacer políticamente” a los regímenes árabo-musulmanes y desarrollar las relaciones económicas con ellos. Por otro lado, EEUU ha impulsado una política de “enfrentamiento” con los regímenes y grupos islamistas o filo-islamistas que se ha traducido en un “impedir hacer políticamente” a los regímenes despóticos aun a costa de “dejar de hacer económicamente con ellos”. Lo cierto es que, a diferencia de la política exterior francesa, que considera poco relevante la democratización interna de los países árabes, la política exterior norteamericana impulsada por Bush considera esta cuestión absolutamente esencial pues estima que sólo la democracia (junto al respeto a los derechos humanos y al libre comercio) puede prevenir los peligros del islamismo extremista y de su arma principal, el terrorismo.
El Magreb se ha convertido en el escenario de esta pugna. Argelia, que tras la “sfumatura” del movimiento de los “no alineados” había perdido peso en las relaciones internacionales se ha acercado extraordinariamente a EEUU, sin que ello le haya impedido seguir “coqueteando” con Francia a la espera de una adecuada contrapartida. Argelia ha jugado dos bazas principalmente. Por un lado, se ha postulado como una de las fuentes de suministro petrolífero “seguras”, alternativas al “inseguro” petróleo del Golfo. Pero, por otro, como el país que, en su propia carne, ha vivido el proceso de derrota del islamismo con el arma de la democratización. Y, en efecto, Argelia es quizá el único país magrebí en el que los últimos procesos electorales no han sido condicionados desde el poder. Quizá no sea por ello casual que, a día de hoy, es el país del Magreb en el que es más improbable que los islamistas alcancen el poder. Por contra, Marruecos, si bien en algunos aspectos ha avanzado en el proceso de democratización, en otros ha retrocedido respecto a los últimos años de Hassán II. Ciertamente, ha desarrollado experiencias importantes como la reforma del código de familia y el lanzamiento de la Instancia Equidad y Reconciliación, pero la traducción práctica de los preceptos del nuevo código de familia es incompleta y el régimen de las indemnizaciones y audiciones públicas de la IER ha generado insatisfacción, a lo que se añade una concentración en el Ministerio del Interior (controlado directamente por el monarca) de competencias que antes pertenecían al de Economía. El hecho es que hoy en día las cancillerías occidentales ven con temor la posibilidad de un triunfo islamista en Marruecos.
Ante estas perspectivas, las posiciones de Francia y de EEUU se muestran divergentes. Marruecos, del mismo modo que supo alcanzar un equilibrio entre los intereses del “Este” y del “Oeste” en 1975, ahora procura guardarlo entre Francia y EEUU. Pero ahora es más difícil. En el contexto de la nueva estrategia norteamericana contra el islamismo, Argelia se convierte así en un competidor como no lo fue en 1975.
Junto a los grandes actores que son Francia y EEUU, existen otros de menor pero no desdeñable importancia, como son Rusia y China. El papel de Rusia, paradójicamente, fue acentuado por Francia y EEUU pues, durante la guerra civil, se negaron a vender sus armas a Argelia ante el temor de que, con un eventual triunfo de los islamistas, cayeran en manos de éstos. Ante la negativa franco-norteamericana, Rusia encontró en Argelia un magnífico mercado para vender su armamento. Esta relación económica, sumada a su común condición de suministradores petrolíferos, da a Rusia un relativo papel en el Magreb, alineándose junto a Argelia (votó a favor del proyecto argelino de resolución sobre el Sáhara en la Asamblea General de Naciones Unidas en diciembre de 2004). China, por su parte, tiene una presencia creciente en África y, en concreto, en los países africanos productores de petróleo, con lo que pretende cubrir el grave déficit energético chino para mantener su impresionante crecimiento económico. Ello explica la intervención china en la crisis sudanesa. Y ello explica, también, ciertas aproximaciones a Argelia. Los titubeos chinos se muestran en la cuestión del Sáhara: si en otoño de 2004 votó a favor de la propuesta de resolución argelina en la Cuarta Comisión, en el Pleno de la Asamblea General decidió abstenerse.
Como se ha dicho, Marruecos se halla en una trascendental tesitura política definida por la difícil relación entre el monarca y los partidos “clásicos” y la sociedad. Ante el reto de la democratización se especula con fórmulas que, sin embargo, no contemplan la transferencia por el rey de parte de su poder. La no canalización de algunas demandas sociales por los cauces políticos establecidos provoca su “redireccionamiento” hacia vías alternativas, las del emergente asociacionismo civil y las del asociacionismo islamista. Este proceso podría afectar a la figura del rey, con el riesgo consiguiente para la estabilidad de un sistema político que gira en torno a él.
En el territorio del Sáhara bajo control marroquí esto es especialmente visible. De entrada, llama la atención que la población civil de este territorio esté curiosamente exenta de la ola de islamismo que invade Marruecos (una peculiaridad más), pero que sin embargo el islamismo tenga muchos adeptos entre las tropas estacionadas allí. Esto significa que los habitantes del territorio, junto a las vías establecidas hasta ahora (vías tribales, fundamentalmente, y ciertos líderes saharauis que se alinean con Marruecos) están canalizando sus pretensiones también por otras vías ajenas a las del majzen (el entramado político y administrativo clientelar sobre el que reposa el poder), mediante el creciente asociacionismo. Esto tiene dos caras. Por un lado, es positivo que pueda ir estructurándose una sociedad civil; sin embargo, por otro, no deja de preocupar que los partidos y estructuras del sistema (el majzen) puedan no cumplir esa tarea, máxime si finalmente se aprueba la ley sobre partidos políticos, ahora en fase de discusión, que prohibe los partidos regionalistas, étnicos o confesionales. Esta ley de partidos minaría la credibilidad de una eventual “autonomía” para el Sáhara. Al no establecer Marruecos una autonomía creíble y no permitir partidos saharauis lo que se consigue es distanciar cada vez más del sistema a la población. Se genera así una inestabilidad política que si no encuentra un cauce político de expresión pudiera degenerar en violencia.
A lo anterior hay que sumar un hecho no estrictamente nuevo, pero sí agravado respecto a 1975. Cuando Marruecos tomó el Sáhara en 1975, tuvo que lidiar con diversos brotes rebeldes (en 1958 y 1972) en los territorios saharauis asignados a Marruecos en 1912 (la región de Tarfaya), pero que no estaban suficientemente organizados. Ahora, esos movimientos rebeldes se han vuelto a reproducir, pero ligados a la reivindicación general del Frente Polisario.
Los fenómenos antes referidos adquieren una especial relevancia a raíz de la apuesta radical por la anexión que ha hecho Mohamed VI ante la ONU, negándose a admitir otra posibilidad. Mohamed VI ha dado un paso que ni siquiera su padre, Hassán II, se atrevió a dar: el rechazar directamente (y no por medios indirectos, como hacía su padre) el derecho de autodeterminación del Sáhara. Pero esta apuesta, que puede ser calificada tanto de “audaz” (si tiene éxito) como de “temeraria” (si fracasa), lleva a cabo un cálculo discutible. Aun en el caso de que Mohamed VI consiguiese el apoyo internacional a la anexión, su victoria se limitaría a mantener su poder actual sin que ello, probablemente, pudiera servir para frenar el integrismo (pues la anexión no es sino la derrota de otro pueblo musulmán –y aquí está la diferencia con 1975 cuando, con el Corán en la mano, se expulsó a españoles no musulmanes–) o para bloquear las peticiones de más democracia. Sin embargo, si Mohamed VI perdiese su apuesta, el rey podría sufrir en su prestigio y tener que verse enfrentado a una disminución de su poder en beneficio de los movimientos islamistas o de los democratizadores. El argumento fundamental de éstos sería que “si se hubiese democratizado el Sáhara no lo habríamos perdido”. Por eso, estimo que Mohamed VI podría haber corrido menos riesgos apostando por el “plan Baker II” que, sin embargo, se empeña en evitar. ¿Por qué el “plan Baker II” convendría a Mohamed VI? Por varias razones. Primero, porque le permitiría ganar respetabilidad internacional al solucionar el conflicto de acuerdo con la ONU, y ello le permitiría conseguir importantes objetivos de su política exterior. Entre esos objetivos, el más importante sería el logro de una nueva asociación privilegiada con la Unión Europea, lo cual a su vez redundaría en una notoria mejora económica y social marroquí. La segunda razón es que le permitiría tomar la iniciativa en el proceso de regionalización y democratización que exige el “plan Baker II”. Sin aval internacional para el conflicto del Sáhara es más difícil el logro de un nuevo estatuto europeo. Sin una regionalización y democratización, la situación política corre el riesgo de deterioro.
Los saharauis, por su parte, se encuentran ante una tesitura especialmente delicada. El Frente Polisario se encuentra con la vía de la guerra prácticamente cerrada. Una vez que se perdió el apoyo financiero de Libia sólo quedaba el de Argelia. Pero Argelia en este momento no parece apoyar la reanudación de la guerra. Sólo una eventual, y de momento improbable, implicación de otras potencias (China o Sudáfrica) podría reactivar la guerra incluso a pesar de Argelia. Al estar bloqueada la vía militar, sólo quedan abiertas las vías diplomática y jurídica. En este terreno, sin embargo, el Frente Polisario muestra menos dinamismo. La diplomacia saharaui, antaño muy activa, se halla generalmente a la defensiva de las iniciativas marroquíes. Este fenómeno, a mi juicio, se acentúa en su vertiente jurídica. El Frente Polisario no tiene la iniciativa jurídica, ya sea en foros internacionales jurídico-públicos, como en foros nacionales jurídico-privados. Como consecuencia de ello, se aprecia un lento pero continuado avance marroquí en contraposición a la doctrina jurídico-internacional establecida en 1975 por el Tribunal de La Haya. El momento más dramático de este proceso fue la votación de la Asamblea General de Naciones Unidas el 10 de diciembre de 2004 en la que sólo 50 Estados apoyaron el derecho saharaui (incluida Rusia), mientras 100 Estados se abstenían (es decir, mostraban indiferencia hacia el derecho saharaui o la pretensión marroquí) y otros se ausentaban de la Asamblea para no tener que pronunciarse. Sin embargo, este retroceso del Frente Polisario parece producirse en paralelo a una progresiva organización de los saharauis en las zonas bajo control marroquí y en las cedidas en 1912. El hecho político más notable en este capítulo es que el peso político de los saharauis se está desplazando progresivamente hacia las asociaciones y líderes de las zonas tomadas en 1975 y las asignadas en 1912.
En este proceso el papel de España es de extraordinaria importancia. Pero también de una excepcional responsabilidad, porque España tiene una influencia en este terreno muy considerable. Como antigua potencia colonizadora, aún responsable de iure (a tenor del dictamen del subsecretario de asuntos jurídicos de la ONU, de 29 de enero de 2002 –dictamen Corell–), muchos Estados de la comunidad internacional prestan una especial atención a su actitud ante el conflicto para definir la suya. Esto ocurre, muy especialmente, con muchos Estados hispanoamericanos y de la Unión Europea.
La posición del nuevo gobierno se ha ido consolidando a lo largo de sucesivas etapas. El presidente (entrevista a El Mundo de 23 de abril) por primera vez habló de la conveniencia de un “nuevo acuerdo” (lo que implícitamente suponía rechazar el acuerdo ya existente) y de la existencia de eventuales derechos de las otras “partes” en el conflicto que, además, resultaban ser “el Frente Polisario y Argelia”, aunque la ONU sólo considera así al Polisario.
Después, el ministro de Asuntos Exteriores (entrevista a El Mundo de 11 de julio) dijo que “un referéndum ahora en el Sáhara causaría una crisis en todo el Magreb”, considerando así la situación muy diferente a la de hace 15 años, cuando la consulta fue aceptada por Marruecos, y a la de hace 30, cuando España se había preparado para celebrarla, mostrándose partidario de una alternativa a la misma (“solución política satisfactoria que dé pleno respeto a sus derechos respectivos”).
En tercer lugar, el presidente (entrevista televisiva del 19 de enero) afirmó que “la única solución pasa por un acuerdo con Marruecos” y que las “estrategias” diseñadas por agentes externos al conflicto nunca han fructificado (palabras que podrían interpretarse como una crítica a James Baker).
El cuarto paso lo ha franqueado la secretaria de Estado de Inmigración (despacho de Europa Press, del 20 de enero) al pedir a la Unión Europea la financiación de un sistema de vigilancia especial para “las fronteras (de Marruecos) con Argelia y Mauritania”, siendo así que el Sáhara Occidental se interpone entre Marruecos y Mauritania.
La quinta etapa ha sido la presencia del delegado del Gobierno en Canarias, José Segura, en El Aaiun el día 12 de marzo, acompañando a una delegación comercial canaria. Es la primera vez que un alto cargo español pisa el Sáhara Occidental desde el abandono español.
Este conjunto de declaraciones oficiales, sumado a ciertas iniciativas que postulan la consideración del Sáhara Occidental como territorio marroquí (por ejemplo, en relación con el “instrumento de vecindad” de la Unión Europea) han sido utilizadas por Marruecos para afirmar que el Sáhara Occidental forma parte de su “integridad territorial” y, en consecuencia, para bloquear el proceso de descolonización del mismo mediante el derecho de autodeterminación. Cabe decir, no obstante, que con ocasión del viaje de José Segura a El Aaiun, el secretario de Estado de Asuntos Exteriores y para Iberoamérica, Bernardino León, consideró durante su intervención en la Comisión de Exteriores del Congreso del día 16 de marzo que la visita citada fue “un acto administrativo que no tiene alcance político” y que “en ningún caso estos actos administrativos suponen un reconocimiento de la soberanía de Marruecos sobre el territorio”, el derecho de cuyos habitantes a la autodeterminación reafirmó.
Eventuales derivaciones de una situación bloqueada
La situación de bloqueo ha alarmado al secretario general de la ONU que en su último informe (S/2005/49, de 27 de enero) ha declarado que “me preocupa el hecho de que si no se conjura el estancamiento político, podría producirse un deterioro en la situación del Sáhara Occidental” (para. 27). Ciertamente, como se dijo, hay una fuerte presión argelina (inducida por EEUU) sobre el Frente Polisario para que no reanude la guerra. La cuestión es si el bloqueo en un contexto no bélico puede desembocar en la consagración de la presencia marroquí. En mi opinión, esto es difícil. La actividad de empresas privadas en el territorio litigioso abre la vía para que la anexión pueda ser cuestionada en los tribunales de cualquier Estado en el que tenga su domicilio alguna empresa con intereses en el territorio. Además, y esto es muy importante, de momento EEUU no avala la operación y no está claro que lo vaya a hacer. El 20 de julio de 2004, el entonces representante del gobierno norteamericano para el comercio Robert B. Zoellick comunicó oficialmente al congresista de Pennsylvania Joseph Pitts que “el Acuerdo de Libre Comercio (de EEUU con Marruecos) se aplicará al comercio y a las inversiones en el territorio de Marruecos internacionalmente reconocido y no incluirá al Sáhara Occidental”(1). Creo significativo que Zoellick haya trabajado años antes para James Baker y que ahora sea el “número dos” del Departamento de Estado.
En esta situación no es fácil para España romper este bloqueo. Mientras no haya una coordinación con el Gobierno norteamericano, no parece que una iniciativa española pueda conseguir modificar la posición de EEUU. Otra cuestión es si Francia podría hacerlo. Aunque las relaciones formales hayan mejorado tras la visita de Bush a Europa, nada indica que EEUU vaya a ceder gratuitamente a Francia (Marruecos interpuesto) su influencia en el Sáhara Occidental. Entre tanto, la anexión no será bendecida. Y la pregunta no será tanto si el Frente Polisario resistirá... sino si lo hará Marruecos.
Conclusiones: La solución al conflicto del Sáhara está en una situación próxima al bloqueo. Pero en los 16 años de guerra (1975-1991) y en los 14 de gestión por el Consejo de Seguridad muchas cosas han cambiado. El análisis de estos cambios parece indicar que la solución preconizada en 1975 no es viable hoy día. El rechazo del “plan Baker II” abre un período de incertidumbre en el que, paradójicamente, podrían verse lesionados los intereses marroquíes, después de que Rabat se haya opuesto al plan Baker, precisamente por considerarlo perjudicial.
Carlos Ruiz Miguel
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Santiago de Compostela.
Carlos Ruiz Miguel ( 30/3/2005 )
Tema: A pesar de que parece que la situación en el Sáhara Occidental está igual hoy que hace 30 años, son importantes los cambios que se han producido, tanto internos en las partes en conflicto (Marruecos y Sáhara Occidental) como en los Estados vecinos (principalmente, España) y en las potencias internacionalmente más relevantes.
Resumen: Para entender el bloqueo actual de la solución del conflicto del Sáhara puede ser instructivo un análisis comparativo de la situación en 1975 y en la actualidad. A partir de ahí, podremos hacernos una idea de cuál es la posible evolución del conflicto a la vista del actual estancamiento que sufre. Como se verá, tanto la posición marroquí como la saharaui han experimentado variaciones, y en ambos casos unas han sido de mejora de sus expectativas y otras de empeoramiento de las mismas. El resultado final es el de una lucha de desgaste político cuyo final puede no estar en una victoria por una de las partes sino en una derrota por la otra.
Análisis: A raíz de la firma de los acuerdos de Madrid el 14 de noviembre de 1975, la situación de los saharauis era la de un casi total aislamiento. Recapitulemos la situación en el terreno de la política internacional, de la política marroquí, la saharaui y la española.
En la política mundial, los saharauis no tuvieron ningún defensor destacado. En aquella época, la estrategia de las relaciones internacionales estaba definida por la “guerra fría” entre el Este y el Oeste, con un grupo de “no alineados” intentando alcanzar protagonismo. Marruecos consiguió buena parte del territorio porque supo jugar sus cartas de forma que mantuvo sus buenas relaciones con el bloque soviético (como luego se verá), al tiempo que asumía un papel “occidentalista”.
En el mundo occidental se daba una convergencia entre los intereses de EEUU y de Francia. EEUU, que entonces no tenía una presencia definida en el Magreb, sólo quería que esa región no cayese en manos de un régimen eventualmente filosoviético y, para ello, siguiendo el “realismo kissengeriano” estaba dispuesto a hacer cualquier cosa. Francia, por su parte, quería aumentar su área de influencia en el Magreb, en buena medida a costa de Argelia, ex colonia que se resistió a seguir siendo tutelada por la metrópoli, pero también a la de España. Este es el primer dato explicativo de por qué pudo consumarse la entrega del territorio a Marruecos: EEUU y Francia coincidían estratégicamente en que el Sáhara no cayera fuera de la órbita “occidental” y la única potencia “occidental” capaz de asumir el territorio era Francia.
La URSS y el bloque soviético, por su parte, al menos por lo que hace al núcleo “duro” del espacio de influencia comunista (el Pacto de Varsovia), se mantuvo “neutral” ante la toma marroquí del territorio. En no pequeña medida ello se debió a la campaña que, a favor de la anexión, desarrolló el que fue secretario general del Partido Comunista marroquí, Alí Yata, aliado de Hassán II. Yata hizo una gira por la Europa del Este para intentar neutralizar la eventual oposición de estos países y, de hecho, lo consiguió. Los países del Pacto de Varsovia se abstuvieron en las votaciones que se realizaron en diciembre de 1975 sobre el asunto del Sáhara en la Asamblea General de la ONU.
Pero junto a los dos grandes bloques existía entonces un pujante grupo, el movimiento de los “no alineados” que, aunque no destacasen en general por ser precisamente liberales y demócratas, no por ello se alineaban siempre con la URSS. En este movimiento militaban dos países vecinos: Argelia y Libia. Fueron éstos los que consiguieron que los saharauis no quedaran totalmente aislados internacionalmente. Hoy se reconoce claramente el apoyo argelino al Frente Polisario, pero lo cierto es que, mientras duró (hasta 1984-1985), el sostén más importante económica y bélicamente fue el libio. Fue Libia quien abrió una línea de financiación ilimitada al Frente Polisario, permitiendo a éste comprar, dentro del mercado que no le estaba vetado (que era el del Este), las armas más sofisticadas. A partir de 1984 el único apoyo importante de los saharauis fue el argelino, pues en tal fecha, con un hábil movimiento diplomático (firma del tratado de Uxdá de “unión” de Marruecos y Libia), el rey Hassán consiguió cortar el apoyo libio al Frente Polisario. Después de que en 1986 el rey denunciara el tratado de Uxdá, Libia no volvió a apoyar al Polisario como lo había hecho antes.
La anexión marroquí fue relativamente fácil en el contexto político interno marroquí. En el momento en el que Marruecos se hace con el Sáhara existía una política de mano dura con la oposición, los llamados “años de plomo”. Esto inhibió o, en su caso, reprimió, las posturas disidentes. En este contexto la política marroquí en el Sáhara no conocía oposición interna, ni en Marruecos ni en el territorio ocupado.
Los saharauis se hallaban organizados por el Frente Popular para la Liberación de Saguia El Hamra y Río de Oro (zonas norte y sur del Sáhara Occidental). El Frente Polisario se vio enfrentado súbitamente a un reto de enorme magnitud: por un lado, hacer frente a dos Ejércitos (el de Marruecos y, hasta 1979, el de Mauritania) 12 veces superiores en número; por otro lado, organizar la retaguardia en unas condiciones de vida extremas.
Es cierto que el Frente Polisario tenía un ilimitado apoyo financiero y armamentístico libio, pero no es menos cierto que (con la excepción del incidente de Amgala a principios de 1976), el único personal para hacer frente a marroquíes y mauritanos en el campo de batalla era saharaui. En esa tarea consiguieron un inesperado éxito que sólo menguó a raíz de la construcción de los muros, a partir de 1981. Los muros hicieron que el Frente Polisario perdiera el control de la mayor parte del territorio y fuera incapaz de alcanzar los centros neurálgicos de la costa en donde se desarrolla la actividad económica. La construcción de los muros defensivos cercenó la capacidad destructiva del Ejército saharaui y permitió a Marruecos consolidar su dominio en las zonas económicamente más activas que, merced a los muros, quedaban inmunes a los ataques polisarios.
Al mismo tiempo que se desarrollaba la guerra, en la retaguardia las mujeres saharauis organizaban un Estado. El Frente Polisario consiguió vertebrar uno de los Estados más eficientes y mejor organizados de África. Con una gran escasez de recursos se consiguió alfabetizar casi al cien por cien de la población y darle una asistencia médica básica. Esta tarea fue desarrollada por una juventud muy combativa, imbuida de ideas revolucionarias que se sentía despojada de todo y que tenía todo por ganar.
España se hallaba traumatizada. Aunque la presidencia del gobierno (Arias Navarro) y el Alto Estado Mayor patrocinaban la entrega del territorio a Marruecos, el Ministerio de Asuntos Exteriores y el Ejército que se hallaba en el Sáhara hicieron todo lo posible por evitar ese desenlace. Fue el Ministerio de Asuntos Exteriores español el que defendió el derecho de autodeterminación del pueblo saharaui ante el Tribunal Internacional de Justicia de modo exitoso. El dictamen del Tribunal de La Haya de 16 de octubre de 1975 reconoció a las poblaciones saharauis el derecho a la autodeterminación por considerar que el Sáhara no forma parte de la “integridad territorial” de Marruecos. Ese dictamen constituye, aún a día de hoy, el título jurídico que sigue impidiendo los propósitos marroquíes. Los gobiernos sucesivos (Suárez, Calvo Sotelo, González y Aznar) llevaron a cabo una política más o menos cercana a Marruecos (González) o al Frente Polisario (Aznar), pero manteniendo incólume el principio de apoyo a la legalidad internacional vigente y al derecho a la autodeterminación del pueblo saharaui.
La situación actual se define por la negativa expresa de Marruecos (oficializada en abril de 2004) a aceptar y aplicar el “plan Baker II”, tal y como fue formulado. Una serie de acontecimientos en la política internacional, en la magrebí y en la española, explican y, a la vez, condicionan esta nueva etapa cuyo desenlace puede resultar imprevisible.
El acontecimiento políticamente más importante en el nuevo contexto es que las relaciones internacionales ya no se definen por la oposición “Este-Oeste”, sino por la de “yihadismo-democracia”. La fecha inaugural de este proceso, como es notorio, es la del 11 de septiembre de 2001. El desarrollo de esta estrategia ha conducido a que en el campo de lo que “antes” se conocía como el “Oeste” haya surgido una fractura por diferencias tácticas y estratégicas (“Occidente contra Occidente” la ha llamado André Glucksman). Esa fractura se ha ejemplificado en la oposición EEUU-Francia. Por un lado, Francia ha pretendido desarrollar una política de ausencia de tensiones con los países musulmanes que se traducía en el “dejar hacer políticamente” a los regímenes árabo-musulmanes y desarrollar las relaciones económicas con ellos. Por otro lado, EEUU ha impulsado una política de “enfrentamiento” con los regímenes y grupos islamistas o filo-islamistas que se ha traducido en un “impedir hacer políticamente” a los regímenes despóticos aun a costa de “dejar de hacer económicamente con ellos”. Lo cierto es que, a diferencia de la política exterior francesa, que considera poco relevante la democratización interna de los países árabes, la política exterior norteamericana impulsada por Bush considera esta cuestión absolutamente esencial pues estima que sólo la democracia (junto al respeto a los derechos humanos y al libre comercio) puede prevenir los peligros del islamismo extremista y de su arma principal, el terrorismo.
El Magreb se ha convertido en el escenario de esta pugna. Argelia, que tras la “sfumatura” del movimiento de los “no alineados” había perdido peso en las relaciones internacionales se ha acercado extraordinariamente a EEUU, sin que ello le haya impedido seguir “coqueteando” con Francia a la espera de una adecuada contrapartida. Argelia ha jugado dos bazas principalmente. Por un lado, se ha postulado como una de las fuentes de suministro petrolífero “seguras”, alternativas al “inseguro” petróleo del Golfo. Pero, por otro, como el país que, en su propia carne, ha vivido el proceso de derrota del islamismo con el arma de la democratización. Y, en efecto, Argelia es quizá el único país magrebí en el que los últimos procesos electorales no han sido condicionados desde el poder. Quizá no sea por ello casual que, a día de hoy, es el país del Magreb en el que es más improbable que los islamistas alcancen el poder. Por contra, Marruecos, si bien en algunos aspectos ha avanzado en el proceso de democratización, en otros ha retrocedido respecto a los últimos años de Hassán II. Ciertamente, ha desarrollado experiencias importantes como la reforma del código de familia y el lanzamiento de la Instancia Equidad y Reconciliación, pero la traducción práctica de los preceptos del nuevo código de familia es incompleta y el régimen de las indemnizaciones y audiciones públicas de la IER ha generado insatisfacción, a lo que se añade una concentración en el Ministerio del Interior (controlado directamente por el monarca) de competencias que antes pertenecían al de Economía. El hecho es que hoy en día las cancillerías occidentales ven con temor la posibilidad de un triunfo islamista en Marruecos.
Ante estas perspectivas, las posiciones de Francia y de EEUU se muestran divergentes. Marruecos, del mismo modo que supo alcanzar un equilibrio entre los intereses del “Este” y del “Oeste” en 1975, ahora procura guardarlo entre Francia y EEUU. Pero ahora es más difícil. En el contexto de la nueva estrategia norteamericana contra el islamismo, Argelia se convierte así en un competidor como no lo fue en 1975.
Junto a los grandes actores que son Francia y EEUU, existen otros de menor pero no desdeñable importancia, como son Rusia y China. El papel de Rusia, paradójicamente, fue acentuado por Francia y EEUU pues, durante la guerra civil, se negaron a vender sus armas a Argelia ante el temor de que, con un eventual triunfo de los islamistas, cayeran en manos de éstos. Ante la negativa franco-norteamericana, Rusia encontró en Argelia un magnífico mercado para vender su armamento. Esta relación económica, sumada a su común condición de suministradores petrolíferos, da a Rusia un relativo papel en el Magreb, alineándose junto a Argelia (votó a favor del proyecto argelino de resolución sobre el Sáhara en la Asamblea General de Naciones Unidas en diciembre de 2004). China, por su parte, tiene una presencia creciente en África y, en concreto, en los países africanos productores de petróleo, con lo que pretende cubrir el grave déficit energético chino para mantener su impresionante crecimiento económico. Ello explica la intervención china en la crisis sudanesa. Y ello explica, también, ciertas aproximaciones a Argelia. Los titubeos chinos se muestran en la cuestión del Sáhara: si en otoño de 2004 votó a favor de la propuesta de resolución argelina en la Cuarta Comisión, en el Pleno de la Asamblea General decidió abstenerse.
Como se ha dicho, Marruecos se halla en una trascendental tesitura política definida por la difícil relación entre el monarca y los partidos “clásicos” y la sociedad. Ante el reto de la democratización se especula con fórmulas que, sin embargo, no contemplan la transferencia por el rey de parte de su poder. La no canalización de algunas demandas sociales por los cauces políticos establecidos provoca su “redireccionamiento” hacia vías alternativas, las del emergente asociacionismo civil y las del asociacionismo islamista. Este proceso podría afectar a la figura del rey, con el riesgo consiguiente para la estabilidad de un sistema político que gira en torno a él.
En el territorio del Sáhara bajo control marroquí esto es especialmente visible. De entrada, llama la atención que la población civil de este territorio esté curiosamente exenta de la ola de islamismo que invade Marruecos (una peculiaridad más), pero que sin embargo el islamismo tenga muchos adeptos entre las tropas estacionadas allí. Esto significa que los habitantes del territorio, junto a las vías establecidas hasta ahora (vías tribales, fundamentalmente, y ciertos líderes saharauis que se alinean con Marruecos) están canalizando sus pretensiones también por otras vías ajenas a las del majzen (el entramado político y administrativo clientelar sobre el que reposa el poder), mediante el creciente asociacionismo. Esto tiene dos caras. Por un lado, es positivo que pueda ir estructurándose una sociedad civil; sin embargo, por otro, no deja de preocupar que los partidos y estructuras del sistema (el majzen) puedan no cumplir esa tarea, máxime si finalmente se aprueba la ley sobre partidos políticos, ahora en fase de discusión, que prohibe los partidos regionalistas, étnicos o confesionales. Esta ley de partidos minaría la credibilidad de una eventual “autonomía” para el Sáhara. Al no establecer Marruecos una autonomía creíble y no permitir partidos saharauis lo que se consigue es distanciar cada vez más del sistema a la población. Se genera así una inestabilidad política que si no encuentra un cauce político de expresión pudiera degenerar en violencia.
A lo anterior hay que sumar un hecho no estrictamente nuevo, pero sí agravado respecto a 1975. Cuando Marruecos tomó el Sáhara en 1975, tuvo que lidiar con diversos brotes rebeldes (en 1958 y 1972) en los territorios saharauis asignados a Marruecos en 1912 (la región de Tarfaya), pero que no estaban suficientemente organizados. Ahora, esos movimientos rebeldes se han vuelto a reproducir, pero ligados a la reivindicación general del Frente Polisario.
Los fenómenos antes referidos adquieren una especial relevancia a raíz de la apuesta radical por la anexión que ha hecho Mohamed VI ante la ONU, negándose a admitir otra posibilidad. Mohamed VI ha dado un paso que ni siquiera su padre, Hassán II, se atrevió a dar: el rechazar directamente (y no por medios indirectos, como hacía su padre) el derecho de autodeterminación del Sáhara. Pero esta apuesta, que puede ser calificada tanto de “audaz” (si tiene éxito) como de “temeraria” (si fracasa), lleva a cabo un cálculo discutible. Aun en el caso de que Mohamed VI consiguiese el apoyo internacional a la anexión, su victoria se limitaría a mantener su poder actual sin que ello, probablemente, pudiera servir para frenar el integrismo (pues la anexión no es sino la derrota de otro pueblo musulmán –y aquí está la diferencia con 1975 cuando, con el Corán en la mano, se expulsó a españoles no musulmanes–) o para bloquear las peticiones de más democracia. Sin embargo, si Mohamed VI perdiese su apuesta, el rey podría sufrir en su prestigio y tener que verse enfrentado a una disminución de su poder en beneficio de los movimientos islamistas o de los democratizadores. El argumento fundamental de éstos sería que “si se hubiese democratizado el Sáhara no lo habríamos perdido”. Por eso, estimo que Mohamed VI podría haber corrido menos riesgos apostando por el “plan Baker II” que, sin embargo, se empeña en evitar. ¿Por qué el “plan Baker II” convendría a Mohamed VI? Por varias razones. Primero, porque le permitiría ganar respetabilidad internacional al solucionar el conflicto de acuerdo con la ONU, y ello le permitiría conseguir importantes objetivos de su política exterior. Entre esos objetivos, el más importante sería el logro de una nueva asociación privilegiada con la Unión Europea, lo cual a su vez redundaría en una notoria mejora económica y social marroquí. La segunda razón es que le permitiría tomar la iniciativa en el proceso de regionalización y democratización que exige el “plan Baker II”. Sin aval internacional para el conflicto del Sáhara es más difícil el logro de un nuevo estatuto europeo. Sin una regionalización y democratización, la situación política corre el riesgo de deterioro.
Los saharauis, por su parte, se encuentran ante una tesitura especialmente delicada. El Frente Polisario se encuentra con la vía de la guerra prácticamente cerrada. Una vez que se perdió el apoyo financiero de Libia sólo quedaba el de Argelia. Pero Argelia en este momento no parece apoyar la reanudación de la guerra. Sólo una eventual, y de momento improbable, implicación de otras potencias (China o Sudáfrica) podría reactivar la guerra incluso a pesar de Argelia. Al estar bloqueada la vía militar, sólo quedan abiertas las vías diplomática y jurídica. En este terreno, sin embargo, el Frente Polisario muestra menos dinamismo. La diplomacia saharaui, antaño muy activa, se halla generalmente a la defensiva de las iniciativas marroquíes. Este fenómeno, a mi juicio, se acentúa en su vertiente jurídica. El Frente Polisario no tiene la iniciativa jurídica, ya sea en foros internacionales jurídico-públicos, como en foros nacionales jurídico-privados. Como consecuencia de ello, se aprecia un lento pero continuado avance marroquí en contraposición a la doctrina jurídico-internacional establecida en 1975 por el Tribunal de La Haya. El momento más dramático de este proceso fue la votación de la Asamblea General de Naciones Unidas el 10 de diciembre de 2004 en la que sólo 50 Estados apoyaron el derecho saharaui (incluida Rusia), mientras 100 Estados se abstenían (es decir, mostraban indiferencia hacia el derecho saharaui o la pretensión marroquí) y otros se ausentaban de la Asamblea para no tener que pronunciarse. Sin embargo, este retroceso del Frente Polisario parece producirse en paralelo a una progresiva organización de los saharauis en las zonas bajo control marroquí y en las cedidas en 1912. El hecho político más notable en este capítulo es que el peso político de los saharauis se está desplazando progresivamente hacia las asociaciones y líderes de las zonas tomadas en 1975 y las asignadas en 1912.
En este proceso el papel de España es de extraordinaria importancia. Pero también de una excepcional responsabilidad, porque España tiene una influencia en este terreno muy considerable. Como antigua potencia colonizadora, aún responsable de iure (a tenor del dictamen del subsecretario de asuntos jurídicos de la ONU, de 29 de enero de 2002 –dictamen Corell–), muchos Estados de la comunidad internacional prestan una especial atención a su actitud ante el conflicto para definir la suya. Esto ocurre, muy especialmente, con muchos Estados hispanoamericanos y de la Unión Europea.
La posición del nuevo gobierno se ha ido consolidando a lo largo de sucesivas etapas. El presidente (entrevista a El Mundo de 23 de abril) por primera vez habló de la conveniencia de un “nuevo acuerdo” (lo que implícitamente suponía rechazar el acuerdo ya existente) y de la existencia de eventuales derechos de las otras “partes” en el conflicto que, además, resultaban ser “el Frente Polisario y Argelia”, aunque la ONU sólo considera así al Polisario.
Después, el ministro de Asuntos Exteriores (entrevista a El Mundo de 11 de julio) dijo que “un referéndum ahora en el Sáhara causaría una crisis en todo el Magreb”, considerando así la situación muy diferente a la de hace 15 años, cuando la consulta fue aceptada por Marruecos, y a la de hace 30, cuando España se había preparado para celebrarla, mostrándose partidario de una alternativa a la misma (“solución política satisfactoria que dé pleno respeto a sus derechos respectivos”).
En tercer lugar, el presidente (entrevista televisiva del 19 de enero) afirmó que “la única solución pasa por un acuerdo con Marruecos” y que las “estrategias” diseñadas por agentes externos al conflicto nunca han fructificado (palabras que podrían interpretarse como una crítica a James Baker).
El cuarto paso lo ha franqueado la secretaria de Estado de Inmigración (despacho de Europa Press, del 20 de enero) al pedir a la Unión Europea la financiación de un sistema de vigilancia especial para “las fronteras (de Marruecos) con Argelia y Mauritania”, siendo así que el Sáhara Occidental se interpone entre Marruecos y Mauritania.
La quinta etapa ha sido la presencia del delegado del Gobierno en Canarias, José Segura, en El Aaiun el día 12 de marzo, acompañando a una delegación comercial canaria. Es la primera vez que un alto cargo español pisa el Sáhara Occidental desde el abandono español.
Este conjunto de declaraciones oficiales, sumado a ciertas iniciativas que postulan la consideración del Sáhara Occidental como territorio marroquí (por ejemplo, en relación con el “instrumento de vecindad” de la Unión Europea) han sido utilizadas por Marruecos para afirmar que el Sáhara Occidental forma parte de su “integridad territorial” y, en consecuencia, para bloquear el proceso de descolonización del mismo mediante el derecho de autodeterminación. Cabe decir, no obstante, que con ocasión del viaje de José Segura a El Aaiun, el secretario de Estado de Asuntos Exteriores y para Iberoamérica, Bernardino León, consideró durante su intervención en la Comisión de Exteriores del Congreso del día 16 de marzo que la visita citada fue “un acto administrativo que no tiene alcance político” y que “en ningún caso estos actos administrativos suponen un reconocimiento de la soberanía de Marruecos sobre el territorio”, el derecho de cuyos habitantes a la autodeterminación reafirmó.
Eventuales derivaciones de una situación bloqueada
La situación de bloqueo ha alarmado al secretario general de la ONU que en su último informe (S/2005/49, de 27 de enero) ha declarado que “me preocupa el hecho de que si no se conjura el estancamiento político, podría producirse un deterioro en la situación del Sáhara Occidental” (para. 27). Ciertamente, como se dijo, hay una fuerte presión argelina (inducida por EEUU) sobre el Frente Polisario para que no reanude la guerra. La cuestión es si el bloqueo en un contexto no bélico puede desembocar en la consagración de la presencia marroquí. En mi opinión, esto es difícil. La actividad de empresas privadas en el territorio litigioso abre la vía para que la anexión pueda ser cuestionada en los tribunales de cualquier Estado en el que tenga su domicilio alguna empresa con intereses en el territorio. Además, y esto es muy importante, de momento EEUU no avala la operación y no está claro que lo vaya a hacer. El 20 de julio de 2004, el entonces representante del gobierno norteamericano para el comercio Robert B. Zoellick comunicó oficialmente al congresista de Pennsylvania Joseph Pitts que “el Acuerdo de Libre Comercio (de EEUU con Marruecos) se aplicará al comercio y a las inversiones en el territorio de Marruecos internacionalmente reconocido y no incluirá al Sáhara Occidental”(1). Creo significativo que Zoellick haya trabajado años antes para James Baker y que ahora sea el “número dos” del Departamento de Estado.
En esta situación no es fácil para España romper este bloqueo. Mientras no haya una coordinación con el Gobierno norteamericano, no parece que una iniciativa española pueda conseguir modificar la posición de EEUU. Otra cuestión es si Francia podría hacerlo. Aunque las relaciones formales hayan mejorado tras la visita de Bush a Europa, nada indica que EEUU vaya a ceder gratuitamente a Francia (Marruecos interpuesto) su influencia en el Sáhara Occidental. Entre tanto, la anexión no será bendecida. Y la pregunta no será tanto si el Frente Polisario resistirá... sino si lo hará Marruecos.
Conclusiones: La solución al conflicto del Sáhara está en una situación próxima al bloqueo. Pero en los 16 años de guerra (1975-1991) y en los 14 de gestión por el Consejo de Seguridad muchas cosas han cambiado. El análisis de estos cambios parece indicar que la solución preconizada en 1975 no es viable hoy día. El rechazo del “plan Baker II” abre un período de incertidumbre en el que, paradójicamente, podrían verse lesionados los intereses marroquíes, después de que Rabat se haya opuesto al plan Baker, precisamente por considerarlo perjudicial.
Carlos Ruiz Miguel
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Santiago de Compostela.
Una OSCE para el siglo XXI (ARI)
ARI Nº 123/2005 -- Análisis
Jorge Fuentes Monzonís-Vilallonga ( 6/10/2005 )
Tema: La Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE) nacida en 1975 y convertida en Organización permanente (OSCE) en 1995 es, sin duda, uno de los principales logros diplomáticos del siglo XX que contribuyó decisivamente a enterrar la guerra fría, derribar los bloques y facilitar la reunificación europea. ¿Cuales son sus objetivos en el siglo XXI?
Resumen: En 2007, España ocupará durante un año la presidencia de la OSCE. En Mayo de 2005 se celebró en Córdoba una conferencia ministerial para la lucha contra el antisemitismo, igualmente en el marco de la OSCE. Se recupera así el interés de España por una Organización que cumple 30 años desde su nacimiento, que jugó un papel fundamental en el siglo XX, que contribuyó a la apertura diplomática de la España del tardo-franquismo y que busca nuevas vías de actuación en el panorama aun confuso del siglo XXI.
Con su transformación en una Organización permanente, la OSCE ha creado una serie de interesantes instituciones para velar por los Derechos Humanos, la libertad de prensa y la protección de las minorías nacionales. Quizá sean, sin embargo, las Misiones el mecanismo más original que está orientado a implantar hábitos democráticos en países miembros de la OSCE que por alguna razón los han perdido.
Pero la OSCE, como la ONU, la OTAN, la Unión Europea y el Consejo de Europa necesitan adaptarse a los nuevos tiempos en que la sociedad internacional ha crecido desbocadamente, en que los bloques no existen, el enemigo se vuelve difuso y la pobreza avanza de forma alarmante.
Análisis: Al final de la década de 1960, cuatro lustros después de cerrada la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética está deseosa de zanjar la cuestión de las fronteras salidas de la guerra y moviliza a la vecina Finlandia para que intente lanzar una gran operación diplomática europea que solo a regañadientes incluiría también a los EEUU y Canadá.
Al principio los países occidentales no están dispuestos a dar satisfacción a Moscú pero finalmente admiten que a través del proceso de Helsinki podría surgir una mejor relación entre los bloques, beneficios para las reprimidas sociedades de la Europa comunista y, en definitiva, posibilidades de reunificación para Alemania.
El Acta Final de Helsinki firmada en 1975 por los 35 Jefes de Estado o de Gobierno es sin duda, uno de los desencadenantes de las profundas transformaciones que se originarían en Europa en 1989 y que en escasos meses derribarían el muro de Berlín, reunificarían las dos Alemanias, provocarían la desintegración de la URSS, el fin del Pacto de Varsovia y el Comecon y la posibilidad de la integración euro-atlántica incluyendo a países de la Europa Central, Báltica y del Sudeste.
La CSCE acabó el siglo XX con un bien ganado prestigio. Junto con la ONU, la Unión Europea y la OTAN fue sin duda una de las grandes realizaciones diplomáticas de un siglo que por lo demás resultó dudosamente constructivo, cruzado por dos Guerras Balcánicas, dos contiendas mundiales y una inacabable Guerra Fría que condenó a la pobreza y desesperanza a la mitad del continente.
No es de extrañar que aquella conferencia intermitente buscara transformarse en una organización permanente que se va fraguando a partir de la Cumbre de París de 1990 y se materializa en 1995. Se crea una Secretaría General con un titular elegido por tres años y un Consejo Permanente que reunirá a los Delegados de los 55 países miembros de la Organización –20 más de los existentes en la etapa de la CSCE–. Ambas instituciones, Secretaría y Consejo, tienen sus sedes en Viena. La Organización crea igualmente una Asamblea Parlamentaria (su Secretaría está en Copenague), una Oficina para los Instituciones Democráticas y los Derechos Humanos (ODIHR, en Varsovia), un Representante para la Libertad Informativa (Viena) y un Alto Comisario para las Minorías Nacionales (la Haya).
Con ser todas estas instituciones sumamente importantes para la vida de la OSCE, quizá la mayor originalidad de la nueva organización sea la creación de una serie de Misiones que a la manera de Embajadas se encuentran repartidas por aquellos países miembros aquejados de específicos problemas. En 2005, el número de tales Misiones es de 20. Se cerraron en 2002 las existentes en Estonia y Letonia una vez completado su mandato que dio vía libre a los dos países bálticos para su ingreso en la Unión Europea.
No todas las representaciones tienen la misma denominación. Existen Misiones, Oficinas, Centros, Presencias o Controles. Cada país que recibía a la OSCE negociaba con ella no solo la denominación sino también el número de efectivos y el mandato a desarrollar.
En cuanto a su distribución regional, las delegaciones llegaron a extenderse por cinco regiones: los Balcanes occidentales, el Caucaso, Europa Oriental, Asia Central y los países Bálticos. Cerradas las Misiones en esta ultima región, siguen vigentes en las otras cuatro con presencia en cada uno de sus países a los que hay que sumar la Misión existente en Kosovo.
En conjunto, el personal de la OSCE asciende a más de 3.500 personas, el 70% de las cuales se encuentra en las Misiones. La más numerosa de estas es la de Kosovo, con 600 personas. En general, las Misiones en los Balcanes son las más robustas.
Inicialmente, al crearse las Misiones, se buscaba que todos sus miembros internacionales fueran diplomáticos o militares pero, al crecer su número, se ha ampliado el espectro de candidatos, que incluye abogados, licenciados en general y miembros destacados de ONG.
Al frente de cada Misión se encuentra un diplomático con rango de Embajador, procedente de uno de los países participantes que ha sido elegido por un concurso internacional controlado por el Secretario General, por el país de sede y por la Presidencia de turno (rota anualmente). En 2005 corresponde a Eslovenia que será sucedida por Bélgica (2006) y España (2007).
Actualmente EEUU tiene tres Jefaturas de Misión (Bosnia, Ucrania y Moldavia). Italia tiene dos (Serbia y Azerbaiján). Ocupan una Jefatura de Misión los siguientes países en los Estados igualmente reseñados: España en Croacia, Portugal en ARYM, la República Checa en Albania, Francia en Tayikistán, Eslovaquia en Uzbekistán, el Reino Unido en Georgia, Rusia en Armenia, Noruega en Kazajstán, Suiza en Kirguiztán, Bosnia en Turkmenistán, Alemania en Kosovo y Suecia en Bielorrusia. Aparte de estas 17 misiones regionales, existen otras tres temáticas, como son los Representantes para los Pensionados Militares en Estonia y Letonia, y el Representante para la Conferencia de Minsk.
La Organización cuenta con un presupuesto anual de 180 millones de euros procedentes de las aportaciones de los países miembros. El 70% de dicha cantidad va dirigido a mantener las Misiones. En 2005 las que cuentan con un mayor presupuesto son las asentadas en los Balcanes –solamente Kosovo tiene 42 millones de euros asignados al año– aunque no se puede descartar que en el futuro el centro de gravedad de la OSCE se desplace a otras regiones más problemáticas.
En cuanto a la función desplegada por las Misiones, no hay dos mandatos iguales, como no hay dos países que enfrenten iguales problemas. Con la excepción de Albania, todas las Misiones se encuentran en países que nacieron por la fragmentación de la Unión Soviética y de Yugoslavia. Algunos de estos últimos han pasado recientemente guerras muy sangrientas. Todos ellos poseen un déficit democrático claro que la OSCE intenta superar incidiendo sobre los siguientes campos:
• La reforma de los sistemas políticos en especial de los mecanismos electorales y el buen funcionamiento de los partidos, los parlamentos y los gobiernos.
• La implantación de un Estado de Derecho mediante la reforma del sistema judicial y, donde proceda, el oportuno juicio de los criminales de guerra.
• La protección de las minorías nacionales.
• La democratización de la policía por medio del aprendizaje de prácticas occidentales en la selección, nombramientos y despliegue de su trabajo.
• La democratización de los medios informativos y de sus profesionales evitando prácticas monopolísticas y estimulando su libre ejercicio.
• El estimulo de la sociedad civil y su activa participación en la vida pública (ONG, integración de la mujer etc.).
• En algunos casos quizá lo más importante sea el retorno y la integración de los refugiados que tuvieron que desplazarse como consecuencia de una guerra, facilitándoles la recuperación de sus viviendas y su incorporación al mundo del trabajo.
• Igualmente, se presenta en algunos casos (Kosovo, ARYM, Georgia) la implantación de medidas de seguridad que impidan la exportación de crisis internas –en Macedonia desde Serbia y Kosovo, en Georgia desde la vecina y turbulenta región de Chechenia–.
Pero las instituciones y las misiones creadas por la OSCE en 1995 son solo un esfuerzo en la dirección correcta de hacer frente a los nuevos retos diplomáticos que el siglo XXI trae consigo. El mundo ha cambiado rotundamente en los últimos 50 años y las organizaciones internacionales están intentando ponerse al paso de las nuevas necesidades: la ONU lo hace buscando reflejar mejor la nueva relación de fuerzas de una institución nacida cuando Alemania y Japón eran aun países enemigos; la OTAN nació para enfrentar a un bloque que ya no existe; la CEE fue en su comienzo un club de seis vecinos y pronto puede llegar a tener más de treinta; el Consejo de Europa ve sus funciones solapadas con las de demasiadas otras organizaciones.
La OSCE enfrenta igualmente problemas de adaptación a las necesidades internacionales. Si las Misiones consiguieran sus objetivos y democratizaran la vida de los 20 países más problemáticos de Europa y Asia Central, habría justificado su existencia al menos durante los próximos decenios. Al perseguir este objetivo no debe perderse de vista que, por definición, la vida de las Misiones debe ser limitada en el tiempo y que cuando sus mandatos se hayan cumplido, deberán abandonar los países en que se han asentado, cosa que, como ha quedado apuntado, en algunos casos puede producirse en la década de los años 2010 y, en otros, decenios más tarde.
Mirando más allá, la OSCE busca su readaptación a las nuevas necesidades y con tal fin encargó un informe a un grupo de siete sabios que elaboró en junio de 2005 un interesante documento que deberá ayudar a avanzar en la dirección correcta. Al hacerlo, no debe ignorarse que el viejo combate Este-Oeste o la batalla ideológica entre capitalismo-comunismo no son ya los que inspiran los nuevos debates. Y también que a menos que la OSCE y las restantes organizaciones internacionales puedan incidir realmente sobre los nuevos problemas internacionales –la pobreza, el terrorismo, las fallas democráticas– su función no encontrará justificación suficiente, por lo que su puesta al día es absolutamente indispensable.
Conclusiones: Después de haber contribuido decisivamente a derribar las barreras restantes en la Europa del siglo pasado, la OSCE busca a la manera pirandelliana nuevas tareas a realizar. Quizá fuera este el momento de prestar más atención a los dos grandes capítulos olvidados del Acta Final: las cuestiones de seguridad y las materias económicas. En los primeros años del proceso de Helsinki la seguridad era dominio reservado a la OTAN y eventualmente de la UEO mientras que las cuestiones económicas lo eran de la Comunidad Económica Europea.
No han cambiado mucho las percepciones en los últimos 30 años y en este sentido la Alianza Atlántica y la Unión Europea siguen convencidas de su liderazgo en materias de defensa y económicas, respectivamente. Sin perder esto de vista, conviene recordar que la OSCE, con sus 55 países participantes (el doble que la UE o la OTAN) sigue siendo el único foro europeo que se extiende desde Vancouver a Vladivostok y que ello puede facilitar su actuación en áreas en las que las restantes organizaciones no tienen acceso.
En el terreno de la seguridad, la OSCE es una organización particularmente adecuada para tratar con todas las fases de un conflicto, desde el diálogo político y la prevención hasta la rehabilitación y la reposición de la armonía. Sin olvidar sus bien cimentadas bases para la lucha contra el terrorismo, el crimen organizado, la preparación de policías, el control de fronteras etc.
Respecto a materias económicas y medio-ambientales, la OSCE debe volcarse en la cooperación subregional, en aquellas áreas aun no comunitarias –como el sudeste Europeo o Europa Oriental– o regiones que difícilmente se integrarán en la UE –como Asia Central o el Cáucaso–. Al apoyar estas regiones, debería movilizar los recursos internacionales de que disponen las grandes organizaciones financieras.
Respecto al viejo tercer cesto que tan buen resultado dio a la CSCE en los años 70 y 80, sigue viéndose muy activado por instituciones tales como la ODIHR, Libertad de Prensa o Minorías Nacionales. Sin embargo, en sus debates, con excesiva frecuencia las delegaciones tienden a recuperar el viejo debate Este-Oeste con un vigor que no corresponde ni a las nueves relaciones bilaterales ni a los proyectos de concordia de la sociedad internacional. Se impone en este campo un cambio de actitud y de objetivos humanitarios.
Todo ello, unido a un correcto cumplimiento del mandato de las 20 Misiones con que cuenta la OSCE, supondría el despliegue de una función sin duda útil para el primer cuarto del siglo XXI. Es evidente que el éxito de una Misión conlleva el cierre de la misma. Es previsible que ello ocurra en el plazo de diez años en los países balcánicos, todos ellos esperanzados en su integración en las instituciones euro-atlánticas. No así en los restantes países, aun acosados por graves déficit democráticos. En cualquier caso, para cuando las Misiones cumplan sus mandatos algún día, la Organización deberá buscar un relevo temático que le permita continuar en la vanguardia de la vida diplomática europea.
Jorge Fuentes Monzonís-Vilallonga
Embajador, Jefe de la Misión OSCE en Croacia.
Jorge Fuentes Monzonís-Vilallonga ( 6/10/2005 )
Tema: La Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE) nacida en 1975 y convertida en Organización permanente (OSCE) en 1995 es, sin duda, uno de los principales logros diplomáticos del siglo XX que contribuyó decisivamente a enterrar la guerra fría, derribar los bloques y facilitar la reunificación europea. ¿Cuales son sus objetivos en el siglo XXI?
Resumen: En 2007, España ocupará durante un año la presidencia de la OSCE. En Mayo de 2005 se celebró en Córdoba una conferencia ministerial para la lucha contra el antisemitismo, igualmente en el marco de la OSCE. Se recupera así el interés de España por una Organización que cumple 30 años desde su nacimiento, que jugó un papel fundamental en el siglo XX, que contribuyó a la apertura diplomática de la España del tardo-franquismo y que busca nuevas vías de actuación en el panorama aun confuso del siglo XXI.
Con su transformación en una Organización permanente, la OSCE ha creado una serie de interesantes instituciones para velar por los Derechos Humanos, la libertad de prensa y la protección de las minorías nacionales. Quizá sean, sin embargo, las Misiones el mecanismo más original que está orientado a implantar hábitos democráticos en países miembros de la OSCE que por alguna razón los han perdido.
Pero la OSCE, como la ONU, la OTAN, la Unión Europea y el Consejo de Europa necesitan adaptarse a los nuevos tiempos en que la sociedad internacional ha crecido desbocadamente, en que los bloques no existen, el enemigo se vuelve difuso y la pobreza avanza de forma alarmante.
Análisis: Al final de la década de 1960, cuatro lustros después de cerrada la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética está deseosa de zanjar la cuestión de las fronteras salidas de la guerra y moviliza a la vecina Finlandia para que intente lanzar una gran operación diplomática europea que solo a regañadientes incluiría también a los EEUU y Canadá.
Al principio los países occidentales no están dispuestos a dar satisfacción a Moscú pero finalmente admiten que a través del proceso de Helsinki podría surgir una mejor relación entre los bloques, beneficios para las reprimidas sociedades de la Europa comunista y, en definitiva, posibilidades de reunificación para Alemania.
El Acta Final de Helsinki firmada en 1975 por los 35 Jefes de Estado o de Gobierno es sin duda, uno de los desencadenantes de las profundas transformaciones que se originarían en Europa en 1989 y que en escasos meses derribarían el muro de Berlín, reunificarían las dos Alemanias, provocarían la desintegración de la URSS, el fin del Pacto de Varsovia y el Comecon y la posibilidad de la integración euro-atlántica incluyendo a países de la Europa Central, Báltica y del Sudeste.
La CSCE acabó el siglo XX con un bien ganado prestigio. Junto con la ONU, la Unión Europea y la OTAN fue sin duda una de las grandes realizaciones diplomáticas de un siglo que por lo demás resultó dudosamente constructivo, cruzado por dos Guerras Balcánicas, dos contiendas mundiales y una inacabable Guerra Fría que condenó a la pobreza y desesperanza a la mitad del continente.
No es de extrañar que aquella conferencia intermitente buscara transformarse en una organización permanente que se va fraguando a partir de la Cumbre de París de 1990 y se materializa en 1995. Se crea una Secretaría General con un titular elegido por tres años y un Consejo Permanente que reunirá a los Delegados de los 55 países miembros de la Organización –20 más de los existentes en la etapa de la CSCE–. Ambas instituciones, Secretaría y Consejo, tienen sus sedes en Viena. La Organización crea igualmente una Asamblea Parlamentaria (su Secretaría está en Copenague), una Oficina para los Instituciones Democráticas y los Derechos Humanos (ODIHR, en Varsovia), un Representante para la Libertad Informativa (Viena) y un Alto Comisario para las Minorías Nacionales (la Haya).
Con ser todas estas instituciones sumamente importantes para la vida de la OSCE, quizá la mayor originalidad de la nueva organización sea la creación de una serie de Misiones que a la manera de Embajadas se encuentran repartidas por aquellos países miembros aquejados de específicos problemas. En 2005, el número de tales Misiones es de 20. Se cerraron en 2002 las existentes en Estonia y Letonia una vez completado su mandato que dio vía libre a los dos países bálticos para su ingreso en la Unión Europea.
No todas las representaciones tienen la misma denominación. Existen Misiones, Oficinas, Centros, Presencias o Controles. Cada país que recibía a la OSCE negociaba con ella no solo la denominación sino también el número de efectivos y el mandato a desarrollar.
En cuanto a su distribución regional, las delegaciones llegaron a extenderse por cinco regiones: los Balcanes occidentales, el Caucaso, Europa Oriental, Asia Central y los países Bálticos. Cerradas las Misiones en esta ultima región, siguen vigentes en las otras cuatro con presencia en cada uno de sus países a los que hay que sumar la Misión existente en Kosovo.
En conjunto, el personal de la OSCE asciende a más de 3.500 personas, el 70% de las cuales se encuentra en las Misiones. La más numerosa de estas es la de Kosovo, con 600 personas. En general, las Misiones en los Balcanes son las más robustas.
Inicialmente, al crearse las Misiones, se buscaba que todos sus miembros internacionales fueran diplomáticos o militares pero, al crecer su número, se ha ampliado el espectro de candidatos, que incluye abogados, licenciados en general y miembros destacados de ONG.
Al frente de cada Misión se encuentra un diplomático con rango de Embajador, procedente de uno de los países participantes que ha sido elegido por un concurso internacional controlado por el Secretario General, por el país de sede y por la Presidencia de turno (rota anualmente). En 2005 corresponde a Eslovenia que será sucedida por Bélgica (2006) y España (2007).
Actualmente EEUU tiene tres Jefaturas de Misión (Bosnia, Ucrania y Moldavia). Italia tiene dos (Serbia y Azerbaiján). Ocupan una Jefatura de Misión los siguientes países en los Estados igualmente reseñados: España en Croacia, Portugal en ARYM, la República Checa en Albania, Francia en Tayikistán, Eslovaquia en Uzbekistán, el Reino Unido en Georgia, Rusia en Armenia, Noruega en Kazajstán, Suiza en Kirguiztán, Bosnia en Turkmenistán, Alemania en Kosovo y Suecia en Bielorrusia. Aparte de estas 17 misiones regionales, existen otras tres temáticas, como son los Representantes para los Pensionados Militares en Estonia y Letonia, y el Representante para la Conferencia de Minsk.
La Organización cuenta con un presupuesto anual de 180 millones de euros procedentes de las aportaciones de los países miembros. El 70% de dicha cantidad va dirigido a mantener las Misiones. En 2005 las que cuentan con un mayor presupuesto son las asentadas en los Balcanes –solamente Kosovo tiene 42 millones de euros asignados al año– aunque no se puede descartar que en el futuro el centro de gravedad de la OSCE se desplace a otras regiones más problemáticas.
En cuanto a la función desplegada por las Misiones, no hay dos mandatos iguales, como no hay dos países que enfrenten iguales problemas. Con la excepción de Albania, todas las Misiones se encuentran en países que nacieron por la fragmentación de la Unión Soviética y de Yugoslavia. Algunos de estos últimos han pasado recientemente guerras muy sangrientas. Todos ellos poseen un déficit democrático claro que la OSCE intenta superar incidiendo sobre los siguientes campos:
• La reforma de los sistemas políticos en especial de los mecanismos electorales y el buen funcionamiento de los partidos, los parlamentos y los gobiernos.
• La implantación de un Estado de Derecho mediante la reforma del sistema judicial y, donde proceda, el oportuno juicio de los criminales de guerra.
• La protección de las minorías nacionales.
• La democratización de la policía por medio del aprendizaje de prácticas occidentales en la selección, nombramientos y despliegue de su trabajo.
• La democratización de los medios informativos y de sus profesionales evitando prácticas monopolísticas y estimulando su libre ejercicio.
• El estimulo de la sociedad civil y su activa participación en la vida pública (ONG, integración de la mujer etc.).
• En algunos casos quizá lo más importante sea el retorno y la integración de los refugiados que tuvieron que desplazarse como consecuencia de una guerra, facilitándoles la recuperación de sus viviendas y su incorporación al mundo del trabajo.
• Igualmente, se presenta en algunos casos (Kosovo, ARYM, Georgia) la implantación de medidas de seguridad que impidan la exportación de crisis internas –en Macedonia desde Serbia y Kosovo, en Georgia desde la vecina y turbulenta región de Chechenia–.
Pero las instituciones y las misiones creadas por la OSCE en 1995 son solo un esfuerzo en la dirección correcta de hacer frente a los nuevos retos diplomáticos que el siglo XXI trae consigo. El mundo ha cambiado rotundamente en los últimos 50 años y las organizaciones internacionales están intentando ponerse al paso de las nuevas necesidades: la ONU lo hace buscando reflejar mejor la nueva relación de fuerzas de una institución nacida cuando Alemania y Japón eran aun países enemigos; la OTAN nació para enfrentar a un bloque que ya no existe; la CEE fue en su comienzo un club de seis vecinos y pronto puede llegar a tener más de treinta; el Consejo de Europa ve sus funciones solapadas con las de demasiadas otras organizaciones.
La OSCE enfrenta igualmente problemas de adaptación a las necesidades internacionales. Si las Misiones consiguieran sus objetivos y democratizaran la vida de los 20 países más problemáticos de Europa y Asia Central, habría justificado su existencia al menos durante los próximos decenios. Al perseguir este objetivo no debe perderse de vista que, por definición, la vida de las Misiones debe ser limitada en el tiempo y que cuando sus mandatos se hayan cumplido, deberán abandonar los países en que se han asentado, cosa que, como ha quedado apuntado, en algunos casos puede producirse en la década de los años 2010 y, en otros, decenios más tarde.
Mirando más allá, la OSCE busca su readaptación a las nuevas necesidades y con tal fin encargó un informe a un grupo de siete sabios que elaboró en junio de 2005 un interesante documento que deberá ayudar a avanzar en la dirección correcta. Al hacerlo, no debe ignorarse que el viejo combate Este-Oeste o la batalla ideológica entre capitalismo-comunismo no son ya los que inspiran los nuevos debates. Y también que a menos que la OSCE y las restantes organizaciones internacionales puedan incidir realmente sobre los nuevos problemas internacionales –la pobreza, el terrorismo, las fallas democráticas– su función no encontrará justificación suficiente, por lo que su puesta al día es absolutamente indispensable.
Conclusiones: Después de haber contribuido decisivamente a derribar las barreras restantes en la Europa del siglo pasado, la OSCE busca a la manera pirandelliana nuevas tareas a realizar. Quizá fuera este el momento de prestar más atención a los dos grandes capítulos olvidados del Acta Final: las cuestiones de seguridad y las materias económicas. En los primeros años del proceso de Helsinki la seguridad era dominio reservado a la OTAN y eventualmente de la UEO mientras que las cuestiones económicas lo eran de la Comunidad Económica Europea.
No han cambiado mucho las percepciones en los últimos 30 años y en este sentido la Alianza Atlántica y la Unión Europea siguen convencidas de su liderazgo en materias de defensa y económicas, respectivamente. Sin perder esto de vista, conviene recordar que la OSCE, con sus 55 países participantes (el doble que la UE o la OTAN) sigue siendo el único foro europeo que se extiende desde Vancouver a Vladivostok y que ello puede facilitar su actuación en áreas en las que las restantes organizaciones no tienen acceso.
En el terreno de la seguridad, la OSCE es una organización particularmente adecuada para tratar con todas las fases de un conflicto, desde el diálogo político y la prevención hasta la rehabilitación y la reposición de la armonía. Sin olvidar sus bien cimentadas bases para la lucha contra el terrorismo, el crimen organizado, la preparación de policías, el control de fronteras etc.
Respecto a materias económicas y medio-ambientales, la OSCE debe volcarse en la cooperación subregional, en aquellas áreas aun no comunitarias –como el sudeste Europeo o Europa Oriental– o regiones que difícilmente se integrarán en la UE –como Asia Central o el Cáucaso–. Al apoyar estas regiones, debería movilizar los recursos internacionales de que disponen las grandes organizaciones financieras.
Respecto al viejo tercer cesto que tan buen resultado dio a la CSCE en los años 70 y 80, sigue viéndose muy activado por instituciones tales como la ODIHR, Libertad de Prensa o Minorías Nacionales. Sin embargo, en sus debates, con excesiva frecuencia las delegaciones tienden a recuperar el viejo debate Este-Oeste con un vigor que no corresponde ni a las nueves relaciones bilaterales ni a los proyectos de concordia de la sociedad internacional. Se impone en este campo un cambio de actitud y de objetivos humanitarios.
Todo ello, unido a un correcto cumplimiento del mandato de las 20 Misiones con que cuenta la OSCE, supondría el despliegue de una función sin duda útil para el primer cuarto del siglo XXI. Es evidente que el éxito de una Misión conlleva el cierre de la misma. Es previsible que ello ocurra en el plazo de diez años en los países balcánicos, todos ellos esperanzados en su integración en las instituciones euro-atlánticas. No así en los restantes países, aun acosados por graves déficit democráticos. En cualquier caso, para cuando las Misiones cumplan sus mandatos algún día, la Organización deberá buscar un relevo temático que le permita continuar en la vanguardia de la vida diplomática europea.
Jorge Fuentes Monzonís-Vilallonga
Embajador, Jefe de la Misión OSCE en Croacia.
Implicaciones estrategicas de las restricciones eticas y juridicas en la lucha contra el terrorismo (ARI)
ARI Nº 3/2006 -- Análisis
Emilio Campmany ( 13/1/2006 )
Tema: En Occidente existe la convicción generalizada de que el terrorismo sólo puede ser combatido eficazmente si se hace con pleno respeto a las restricciones éticas y jurídicas impuestas por los principios que rigen nuestra convivencia. La lectura de Clausewitz parece conducir a la conclusión contraria. El presente trabajo analiza, con una visión exclusivamente estratégica, la oportunidad de aceptar estas restricciones.
Resumen: La guerra contra organizaciones terroristas, si quiere ser eficaz, no ha de ser dirigida con la máxima violencia de que se disponga. Parece que se hace así porque lo exigen las leyes y la ética. Además, existen razones estratégicas de peso que justifican moderar la violencia empleada. Sin embargo, no deben confundirse unas y otras motivaciones porque puede llegar el momento, y en la actual guerra contra el terrorismo es probable que ese momento esté a punto de llegar, en que la estrategia exija emplearse con más violencia de la que los límites éticos y jurídicos hoy consienten.
Análisis: Antes de iniciar la exposición del problema y su análisis es conveniente examinar algunas categorías que se van a emplear para dejar claro desde el principio de qué se está hablando.
La palabra terrorismo tiene coloquialmente una connotación peyorativa. Es decir, el terrorismo se considera, per se, con independencia de los objetivos que persigan quiénes lo emplean, un recurso táctico ilegítimo. La consecuencia práctica de que la palabra tenga esta connotación es que, cuando alguien encuentra que un determinado grupo está legitimado para emplear el terrorismo en la persecución de tal o cual objetivo político, en vez de hablar de terrorismo, emplea la expresión lucha por la libertad o cualquier otro eufemismo con connotaciones positivas. Aquí, la palabra terrorismo se emplea desprovista de cualquier connotación, como mero recurso táctico que emplean determinadas organizaciones no estatales en la guerra que han declarado a los EEUU y otros países occidentales, entre ellos, el nuestro.
El terrorismo es una forma de hacer la guerra. En efecto, si la guerra consiste en el empleo de la violencia organizada (o la amenaza de su empleo) con el fin de alcanzar objetivos políticos, no cabe duda de que el terrorismo, con independencia de su legitimidad, es una forma de hacer la guerra, que se caracteriza, siguiendo a Byman y al matrimonio Lutz, por perseguir repercusiones psicológicas de largo alcance más allá de las inmediatas víctimas u objetivos y por ser empleada por organizaciones no estatales (el llamado terrorismo de Estado es en realidad algo diferente) para enfrentarse a enemigos que son en todo caso Estados. Se entiende que es una forma de guerra irregular o asimétrica desde el momento en que uno de los bandos, la organización terrorista, dispone de muchos menos recursos que su enemigo, uno o varios Estados.
Si el terrorismo es una forma de hacer la guerra, carece de sentido hablar de guerra contra el terrorismo. Más correcto es decir que ésta en la que hoy se ve envuelto Occidente es una guerra contra una o varias organizaciones islamistas radicales no estatales que emplean como recurso táctico principal el terrorismo. Es verdad que casi todos los que emplean la expresión guerra contra el terrorismo (war on terror, en los documentos estratégicos norteamericanos) saben perfectamente de lo que están hablando, pero, dada la naturaleza esencialmente analítica de este trabajo, merece la pena emplear unas líneas en describir con rigor aquello de lo que se habla.
Existe en Occidente la convicción de que la presente guerra contra estas organizaciones islamistas radicales debe dirigirse aceptando ciertos límites de naturaleza ético-jurídica que no pueden ni deben sobrepasarse. Debate diferente será el que se ocupe de determinar cuáles deben ser esos límites y quiénes, los Estados o las organizaciones internacionales, tienen legitimidad para fijarlos. Es evidente la preocupación que existe entre la opinión pública occidental acerca de que esos límites se respeten debidamente como demuestra la alarma creada a consecuencia de las informaciones relativas al maltrato de prisioneros en Irak, a las condiciones de los presos en Guantánamo, a la posibilidad de que existan cárceles de la CIA en países del este de Europa, a los vuelos que se supone han hecho escala en aeropuertos europeos mientras trasladaban presos a estas cárceles, la posibilidad de que los gobiernos occidentales estuvieran al corriente de los vuelos, de sus pasajeros y de sus destinos, la derrota que en el Parlamento británico ha sufrido la “avanzada” legislación antiterrorista propuesta por Tony Blair tras el atentado del 7 de julio y los debates que se desenvuelven en el seno de la sociedad norteamericana sobre la prórroga de las medidas más agresivas de la Patriot Act (que vencen el 31 de diciembre próximo), las escuchas telefónicas sin control judicial o la tortura como medio de obtener información sobre futuros atentados.
Aceptar que esta guerra va a combatirse con estas limitaciones ético-jurídicas supone restringir nuestra capacidad de emplear la violencia frente a un enemigo que, si bien es mucho más débil, es obvio que no va a imponerse ningún límite que no se derive de la escasez de sus recursos o de sus planteamientos, con abierto desprecio a cualquier otro de naturaleza moral, ética o legal.
¿Es esta una buena estrategia para ganar la guerra? El maestro Clausewitz nos dice: “Dado que el uso de la violencia física en todo su alcance no excluye en modo alguno la participación de la inteligencia, aquel que se sirve de esa violencia sin reparar en sangre tendrá que tener ventaja si el adversario no lo hace. Con eso marca la ley para el otro, y así ambos ascienden hasta el extremo sin que haya más barrera que la correlación de fuerzas inherente. Así es como hay que ver esta cuestión, y es una aspiración inútil, incluso falsa, dejar fuera de consideración la naturaleza de un elemento por repugnancia ante su crudeza”. Dicho de otra manera, en una guerra, imponerse límites a la violencia a emplear por consideraciones éticas tiene unas consecuencias estratégicas que pueden ser de la máxima gravedad.
Pues bien, a pesar de la evidente sabiduría de las palabras del estratega alemán, en Occidente tenemos la certidumbre de que combatir a las organizaciones terroristas sin respeto hacia los principios que imperan en nuestras avanzadas sociedades occidentales es, de algún modo, una manera de garantizarse la derrota en esa guerra. No sólo eso, sino que muchos están convencidos de que no se puede ser eficaz en la lucha contra una organización terrorista si no se respetan nuestros valores ético-jurídicos: no hay atajos en la lucha antiterrorista. Los que así piensan se preguntan: ¿puede ganarse una guerra para defender determinados valores mediante recursos que exigen el desprecio de los mismos? Rebajar nuestras exigencias éticas y jurídicas hasta igualarnos con los terroristas, ¿no es un modo de cederles la victoria?
En el ámbito académico, Manwering, en un estudio comparativo publicado en noviembre de 2004, llegó a la conclusión de que la diferencia entre el éxito obtenido por el Estado italiano en su guerra contra las Brigadas Rojas y otras organizaciones terroristas de extrema izquierda y el fracaso cosechado por Argentina en la guerra contra los montoneros y por Perú en la guerra contra Sendero Luminoso estriba en el hecho de haber respetado el primero y violado los otros dos sus propias legislaciones o sus principios ético-jurídicos, imperantes en el seno de sus respectivas comunidades.
¿Hay que concluir, pues, que, al menos cuando se trata de enfrentarse a organizaciones terroristas, Clausewitz estaba completamente equivocado?
No hay propiamente una equivocación. Lo que ocurre es que la guerra contra una organización terrorista presenta características que aconsejan, con independencia de consideraciones éticas o jurídicas, moderación en la violencia a emplear.
Las organizaciones terroristas persiguen objetivos políticos que son sencillamente inalcanzables de manera directa e inmediata por medio del empleo exclusivo del terrorismo, sea cual sea la reacción del Estado agredido. Ahora bien, ello no excluye que estos objetivos puedan alcanzarse de forma mediata, donde las acciones terroristas tan sólo sirven para desencadenar un proceso que mal que bien ha de conducir a la consecución del objetivo propuesto o, al menos, a favorecer su logro. De hecho, es necesario tener bien presente que los últimos beneficiarios de la realización de los objetivos políticos que se proponen los terroristas no son las organizaciones terroristas mismas, ni sus miembros, individual o colectivamente considerados, sino comunidades mucho más amplias, constituidas unas veces por los ciudadanos de una nación o los habitantes de un territorio y otras por los que profesan una determinada religión o hablan una determinada lengua o pertenecen a una determinada raza.
Se trata de comunidades en cuyo favor se combate incluso sin tener el unánime apoyo de las mismas, pero siempre con cierto respaldo por parte de una considerable parte de ellas, si no respecto a los métodos, sí en cuanto a los objetivos. Por eso, con frecuencia, la estrategia de estas organizaciones consiste en tratar de provocar un proceso de acción/reacción/acción que termine, o bien por enfrentar al Estado enemigo con la comunidad por la que se combate, y que sea ésta la que en una guerra ya no tan irregular alcance los objetivos fijados, o bien por hacer que el Estado agredido, a fin de evitar ese enfrentamiento, ceda y permita que se alcancen por el enemigo esos objetivos en todo o en parte. En consecuencia, en muchas ocasiones, una manera de negar a la organización terrorista enemiga la consecución de su objetivo inmediato, necesario para desencadenar el proceso que permita lograr el que en última instancia se persigue, consiste en reaccionar a la violencia de la acción terrorista con calculada moderación.
Ahora bien, reaccionar con calculada moderación, sin emplear toda la violencia de la que se es capaz por razones estratégicas, esto es, para romper el proceso de acción/reacción/acción moderando precisamente la “reacción”, no tiene nada que ver con autoimponerse límites de naturaleza ético-jurídica. Lo que en la práctica ocurre es que los que dirigen la lucha por parte del Estado o Estados agredidos hacen de la necesidad virtud, esto es, reaccionan con moderación porque entienden que “conviene” estratégicamente hacerlo y “venden” esta moderación presentándola como fundamentada en razones ético-jurídicas que nada tienen que ver con el fundamento real de la estrategia que se está siguiendo. Luego, cuando las circunstancias aconsejan relajar esa moderación e incrementar el grado de violencia, los que pechan con la responsabilidad de tomar las decisiones se ven atados de pies y manos porque los límites ético-jurídicos que se autoimpusieron para justificar sus primeras reacciones ahora deben ser sobrepasados y la comunidad en cuya defensa se van a sobrepasar no comprende por qué debe hacerse así y tiende a no respaldarlo.
Para entender correctamente el problema es necesario, antes de alcanzar alguna conclusión, hacer alguna consideración más. Interesa, en efecto, llamar la atención sobre el hecho de que aceptar restricciones de naturaleza ético-jurídica en la guerra contra una o varias organizaciones terroristas puede tener, y de hecho tiene, cierto sentido estratégico. No es posible que unas fuerzas armadas ganen una guerra si no cuentan con el respaldo de la comunidad a la que defienden. Si sobrepasar determinados límites ético-jurídicos ha de tener como consecuencia la pérdida de ese respaldo, estratégicamente, aparte de consideraciones morales, es aconsejable mantenerse dentro de esos límites. Hay que aceptar, sin que haya ahora espacio para discutir si es algo bueno o malo, que cuando la comunidad agredida es occidental y percibe que los objetivos perseguidos por el agresor terrorista no ponen en peligro su existencia ni nada de lo esencial del marco en el que se desenvuelve su vida, esa comunidad prefiere ser derrotada y ceder, antes que cargar con la responsabilidad de haber combatido sin respeto hacia las reglas morales, éticas y jurídicas, que se ha autoimpuesto por considerar que su violación acarrearía a la larga más perjuicios que beneficios debido a las graves pérdidas de autoestima y de respeto hacía sí misma que tal violación conllevaría.
Al contrario, cuando la comunidad perteneciente al Estado agredido percibe que la amenaza terrorista es lo suficientemente grave como para poner en peligro su existencia misma, el respaldo a los responsables de combatir a las organizaciones terroristas enemigas no disminuye apenas si, por considerarlo conveniente desde el punto de vista estratégico, aquéllos sobrepasan durante la lucha las restricciones ético-jurídicas en principio imperantes. El caso israelí es suficientemente ilustrativo al respecto.
La gravedad del problema, sin embargo, no estriba en que la comunidad occidental agredida prefiera perder antes que pelear sucio si perder es cuantitativa y cualitativamente aceptable. Lo grave es que los objetivos de las organizaciones terroristas son de largo alcance y las consecuencias de permitir, por decirlo gráficamente, que se salgan con la suya, siquiera limitadamente, van mucho más allá de los objetivos y beneficios que de forma inmediata alcanzan y reciben. En definitiva, el problema está en que en nuestras sociedades occidentales a veces la opinión pública no percibe con la suficiente claridad el alcance de los perjuicios estratégicos que, a la larga, puede inflingir el terrorismo.
Es verdad que, históricamente, hay pocos ejemplos en los que el terrorismo haya ayudado de forma concluyente al logro de objetivos políticos preseñalados. El caso más llamativo es el del asesinato del archiduque Francisco Fernando el 28 de junio de 1914 en Sarajevo. Aquel atentado fue perpetrado por jóvenes terroristas serbo-bosnios que soñaban con una Gran Serbia. Es imposible que ellos calcularan lo que luego ocurrió, pero lo cierto es que, con aquel atentado y por medio de un proceso de acción/reacción/acción, se puso en marcha una cadena de acontecimientos que acabó en 1919 con la creación, con el nombre de Yugoslavia, de la Gran Serbia que soñaran los terroristas. Es verdaderamente difícil en otros supuestos encontrar tan directa conexión entre una acción terrorista y el logro último del objetivo idealizado que movió a los ejecutores, pero sí es fácil encontrar casos en los que el terrorismo logró que un proceso, de alguna manera ya en marcha, se acelerara, como es el caso de la formación del Estado de Israel, o que el objetivo político propuesto se alcanzara sólo a medias, como es el caso de la amplia autonomía de la que goza el País Vasco y la aun más amplia que es previsible que goce en el futuro.
Conclusión: la opinión pública occidental exige a los que combaten a las organizaciones terroristas respeto a los límites éticos y jurídicos que imperan en nuestras avanzadas comunidades. Por otra parte, Clausewitz nos enseña que aceptar la imposición de estos límites puede tener un coste; Sin embargo, en la práctica y no obstante la afirmación de Clausewitz, es también constatable que cierta moderación en la violencia a emplear puede aumentar la eficacia estratégica cuando se combate contra organizaciones terroristas. La verdadera naturaleza estratégica de esta moderación es en realidad un medio de impedir el desencadenamiento de un proceso de acción/reacción/acción. Es, pues, evidente que esta moderación de fundamento estratégico no debe confundirse con las limitaciones ético-jurídicas que las comunidades occidentales desean autoimponerse en esta lucha; Mientras la comunidad defendida quiera que la lucha se mantenga dentro de esos límites ético-jurídicos no pueden sobrepasarse los mismos so pena de perder el respaldo de ella y con él, la guerra. Pero dado que el terrorismo es un instrumento, si bien limitado, capaz a largo plazo de favorecer la consecución de objetivos estratégicos de considerable valor, se hace necesario plantearse, con una visión exclusivamente estratégica, qué hacer si en esta guerra contra las organizaciones islámicas radicales llega a parecer que no es posible vencer si la lucha se mantiene dentro de los límites ético-jurídicos ahora vigentes.
Una opción a considerar es la de aceptar la derrota si ganar exige luchar sin restricciones ético-jurídicas. Pero antes de aceptar resignadamente esta solución, merece la pena ver si no hay alguna otra.
Desde luego, cualquier otra solución que pueda encontrarse debe garantizar conservar el respaldo de la comunidad a la que se defiende. Basta recordar la guerra de Vietnam para darse cuenta de las ruinas a las que puede quedar reducido lo que los norteamericanos llaman muy gráficamente el home front, si se olvida este aspecto esencial de toda guerra. Por eso, no se puede recurrir a la solución de violar encubiertamente los límites ético-jurídicos en principio vigentes porque, si se hace a gran escala, será imposible mantenerlo oculto en sociedades como las nuestras, que son de opinión pública y en las que se goza de una generosa libertad de prensa garantizada judicial y constitucionalmente. Un rosario de revelaciones acerca de sucesivas violaciones sistemáticas y conscientes de las restricciones ético-jurídicas por parte de los responsables de dirigir la defensa sería letal para ese respaldo, que, como se ha visto, es indispensable para la victoria.
Por eso, cualquier otra solución que no sea aceptar los límites y disponerse a perder si no se es capaz de vencer actuando dentro de ellos exige un paso previo: convencer a la comunidad de la importancia del peligro que representan las organizaciones islámico-radicales y la gravedad de los daños que a la larga puede producir el que alcancen algunos objetivos políticos, por pequeños y limitados que aparenten ser. Si este objetivo se alcanza, entonces se puede empezar a pensar en combatir elevando el techo de los límites ético-jurídicos ahora exigibles, siempre conscientes de que la victoria no tiene por qué exigir que no haya ninguna restricción, sino que lo correcto es sustituir las existentes por otras que, respetando los valores y principios esenciales que rigen la convivencia en nuestras sociedades, permitan combatir esta guerra con mayor eficacia.
Desde esta perspectiva hay que considerar el camino emprendido primero por la Patriot Act y luego por las iniciativas de Blair, aunque estas propuestas sigan siendo objeto de intenso debate debido, sin duda, a las divergencias en la percepción del peligro entre partidos y sectores sociales.
De modo que el responsable político se enfrenta a dos tareas imprescindibles: una pedagógica, consistente en explicar la necesidad de la victoria, y otra jurídica, de imaginación legislativa, para fijar unas reglas que sin comprometer los principios no obstaculicen el desarrollo de la lucha.
Emilio Campmany
jurista, historiador y escritor.
Emilio Campmany ( 13/1/2006 )
Tema: En Occidente existe la convicción generalizada de que el terrorismo sólo puede ser combatido eficazmente si se hace con pleno respeto a las restricciones éticas y jurídicas impuestas por los principios que rigen nuestra convivencia. La lectura de Clausewitz parece conducir a la conclusión contraria. El presente trabajo analiza, con una visión exclusivamente estratégica, la oportunidad de aceptar estas restricciones.
Resumen: La guerra contra organizaciones terroristas, si quiere ser eficaz, no ha de ser dirigida con la máxima violencia de que se disponga. Parece que se hace así porque lo exigen las leyes y la ética. Además, existen razones estratégicas de peso que justifican moderar la violencia empleada. Sin embargo, no deben confundirse unas y otras motivaciones porque puede llegar el momento, y en la actual guerra contra el terrorismo es probable que ese momento esté a punto de llegar, en que la estrategia exija emplearse con más violencia de la que los límites éticos y jurídicos hoy consienten.
Análisis: Antes de iniciar la exposición del problema y su análisis es conveniente examinar algunas categorías que se van a emplear para dejar claro desde el principio de qué se está hablando.
La palabra terrorismo tiene coloquialmente una connotación peyorativa. Es decir, el terrorismo se considera, per se, con independencia de los objetivos que persigan quiénes lo emplean, un recurso táctico ilegítimo. La consecuencia práctica de que la palabra tenga esta connotación es que, cuando alguien encuentra que un determinado grupo está legitimado para emplear el terrorismo en la persecución de tal o cual objetivo político, en vez de hablar de terrorismo, emplea la expresión lucha por la libertad o cualquier otro eufemismo con connotaciones positivas. Aquí, la palabra terrorismo se emplea desprovista de cualquier connotación, como mero recurso táctico que emplean determinadas organizaciones no estatales en la guerra que han declarado a los EEUU y otros países occidentales, entre ellos, el nuestro.
El terrorismo es una forma de hacer la guerra. En efecto, si la guerra consiste en el empleo de la violencia organizada (o la amenaza de su empleo) con el fin de alcanzar objetivos políticos, no cabe duda de que el terrorismo, con independencia de su legitimidad, es una forma de hacer la guerra, que se caracteriza, siguiendo a Byman y al matrimonio Lutz, por perseguir repercusiones psicológicas de largo alcance más allá de las inmediatas víctimas u objetivos y por ser empleada por organizaciones no estatales (el llamado terrorismo de Estado es en realidad algo diferente) para enfrentarse a enemigos que son en todo caso Estados. Se entiende que es una forma de guerra irregular o asimétrica desde el momento en que uno de los bandos, la organización terrorista, dispone de muchos menos recursos que su enemigo, uno o varios Estados.
Si el terrorismo es una forma de hacer la guerra, carece de sentido hablar de guerra contra el terrorismo. Más correcto es decir que ésta en la que hoy se ve envuelto Occidente es una guerra contra una o varias organizaciones islamistas radicales no estatales que emplean como recurso táctico principal el terrorismo. Es verdad que casi todos los que emplean la expresión guerra contra el terrorismo (war on terror, en los documentos estratégicos norteamericanos) saben perfectamente de lo que están hablando, pero, dada la naturaleza esencialmente analítica de este trabajo, merece la pena emplear unas líneas en describir con rigor aquello de lo que se habla.
Existe en Occidente la convicción de que la presente guerra contra estas organizaciones islamistas radicales debe dirigirse aceptando ciertos límites de naturaleza ético-jurídica que no pueden ni deben sobrepasarse. Debate diferente será el que se ocupe de determinar cuáles deben ser esos límites y quiénes, los Estados o las organizaciones internacionales, tienen legitimidad para fijarlos. Es evidente la preocupación que existe entre la opinión pública occidental acerca de que esos límites se respeten debidamente como demuestra la alarma creada a consecuencia de las informaciones relativas al maltrato de prisioneros en Irak, a las condiciones de los presos en Guantánamo, a la posibilidad de que existan cárceles de la CIA en países del este de Europa, a los vuelos que se supone han hecho escala en aeropuertos europeos mientras trasladaban presos a estas cárceles, la posibilidad de que los gobiernos occidentales estuvieran al corriente de los vuelos, de sus pasajeros y de sus destinos, la derrota que en el Parlamento británico ha sufrido la “avanzada” legislación antiterrorista propuesta por Tony Blair tras el atentado del 7 de julio y los debates que se desenvuelven en el seno de la sociedad norteamericana sobre la prórroga de las medidas más agresivas de la Patriot Act (que vencen el 31 de diciembre próximo), las escuchas telefónicas sin control judicial o la tortura como medio de obtener información sobre futuros atentados.
Aceptar que esta guerra va a combatirse con estas limitaciones ético-jurídicas supone restringir nuestra capacidad de emplear la violencia frente a un enemigo que, si bien es mucho más débil, es obvio que no va a imponerse ningún límite que no se derive de la escasez de sus recursos o de sus planteamientos, con abierto desprecio a cualquier otro de naturaleza moral, ética o legal.
¿Es esta una buena estrategia para ganar la guerra? El maestro Clausewitz nos dice: “Dado que el uso de la violencia física en todo su alcance no excluye en modo alguno la participación de la inteligencia, aquel que se sirve de esa violencia sin reparar en sangre tendrá que tener ventaja si el adversario no lo hace. Con eso marca la ley para el otro, y así ambos ascienden hasta el extremo sin que haya más barrera que la correlación de fuerzas inherente. Así es como hay que ver esta cuestión, y es una aspiración inútil, incluso falsa, dejar fuera de consideración la naturaleza de un elemento por repugnancia ante su crudeza”. Dicho de otra manera, en una guerra, imponerse límites a la violencia a emplear por consideraciones éticas tiene unas consecuencias estratégicas que pueden ser de la máxima gravedad.
Pues bien, a pesar de la evidente sabiduría de las palabras del estratega alemán, en Occidente tenemos la certidumbre de que combatir a las organizaciones terroristas sin respeto hacia los principios que imperan en nuestras avanzadas sociedades occidentales es, de algún modo, una manera de garantizarse la derrota en esa guerra. No sólo eso, sino que muchos están convencidos de que no se puede ser eficaz en la lucha contra una organización terrorista si no se respetan nuestros valores ético-jurídicos: no hay atajos en la lucha antiterrorista. Los que así piensan se preguntan: ¿puede ganarse una guerra para defender determinados valores mediante recursos que exigen el desprecio de los mismos? Rebajar nuestras exigencias éticas y jurídicas hasta igualarnos con los terroristas, ¿no es un modo de cederles la victoria?
En el ámbito académico, Manwering, en un estudio comparativo publicado en noviembre de 2004, llegó a la conclusión de que la diferencia entre el éxito obtenido por el Estado italiano en su guerra contra las Brigadas Rojas y otras organizaciones terroristas de extrema izquierda y el fracaso cosechado por Argentina en la guerra contra los montoneros y por Perú en la guerra contra Sendero Luminoso estriba en el hecho de haber respetado el primero y violado los otros dos sus propias legislaciones o sus principios ético-jurídicos, imperantes en el seno de sus respectivas comunidades.
¿Hay que concluir, pues, que, al menos cuando se trata de enfrentarse a organizaciones terroristas, Clausewitz estaba completamente equivocado?
No hay propiamente una equivocación. Lo que ocurre es que la guerra contra una organización terrorista presenta características que aconsejan, con independencia de consideraciones éticas o jurídicas, moderación en la violencia a emplear.
Las organizaciones terroristas persiguen objetivos políticos que son sencillamente inalcanzables de manera directa e inmediata por medio del empleo exclusivo del terrorismo, sea cual sea la reacción del Estado agredido. Ahora bien, ello no excluye que estos objetivos puedan alcanzarse de forma mediata, donde las acciones terroristas tan sólo sirven para desencadenar un proceso que mal que bien ha de conducir a la consecución del objetivo propuesto o, al menos, a favorecer su logro. De hecho, es necesario tener bien presente que los últimos beneficiarios de la realización de los objetivos políticos que se proponen los terroristas no son las organizaciones terroristas mismas, ni sus miembros, individual o colectivamente considerados, sino comunidades mucho más amplias, constituidas unas veces por los ciudadanos de una nación o los habitantes de un territorio y otras por los que profesan una determinada religión o hablan una determinada lengua o pertenecen a una determinada raza.
Se trata de comunidades en cuyo favor se combate incluso sin tener el unánime apoyo de las mismas, pero siempre con cierto respaldo por parte de una considerable parte de ellas, si no respecto a los métodos, sí en cuanto a los objetivos. Por eso, con frecuencia, la estrategia de estas organizaciones consiste en tratar de provocar un proceso de acción/reacción/acción que termine, o bien por enfrentar al Estado enemigo con la comunidad por la que se combate, y que sea ésta la que en una guerra ya no tan irregular alcance los objetivos fijados, o bien por hacer que el Estado agredido, a fin de evitar ese enfrentamiento, ceda y permita que se alcancen por el enemigo esos objetivos en todo o en parte. En consecuencia, en muchas ocasiones, una manera de negar a la organización terrorista enemiga la consecución de su objetivo inmediato, necesario para desencadenar el proceso que permita lograr el que en última instancia se persigue, consiste en reaccionar a la violencia de la acción terrorista con calculada moderación.
Ahora bien, reaccionar con calculada moderación, sin emplear toda la violencia de la que se es capaz por razones estratégicas, esto es, para romper el proceso de acción/reacción/acción moderando precisamente la “reacción”, no tiene nada que ver con autoimponerse límites de naturaleza ético-jurídica. Lo que en la práctica ocurre es que los que dirigen la lucha por parte del Estado o Estados agredidos hacen de la necesidad virtud, esto es, reaccionan con moderación porque entienden que “conviene” estratégicamente hacerlo y “venden” esta moderación presentándola como fundamentada en razones ético-jurídicas que nada tienen que ver con el fundamento real de la estrategia que se está siguiendo. Luego, cuando las circunstancias aconsejan relajar esa moderación e incrementar el grado de violencia, los que pechan con la responsabilidad de tomar las decisiones se ven atados de pies y manos porque los límites ético-jurídicos que se autoimpusieron para justificar sus primeras reacciones ahora deben ser sobrepasados y la comunidad en cuya defensa se van a sobrepasar no comprende por qué debe hacerse así y tiende a no respaldarlo.
Para entender correctamente el problema es necesario, antes de alcanzar alguna conclusión, hacer alguna consideración más. Interesa, en efecto, llamar la atención sobre el hecho de que aceptar restricciones de naturaleza ético-jurídica en la guerra contra una o varias organizaciones terroristas puede tener, y de hecho tiene, cierto sentido estratégico. No es posible que unas fuerzas armadas ganen una guerra si no cuentan con el respaldo de la comunidad a la que defienden. Si sobrepasar determinados límites ético-jurídicos ha de tener como consecuencia la pérdida de ese respaldo, estratégicamente, aparte de consideraciones morales, es aconsejable mantenerse dentro de esos límites. Hay que aceptar, sin que haya ahora espacio para discutir si es algo bueno o malo, que cuando la comunidad agredida es occidental y percibe que los objetivos perseguidos por el agresor terrorista no ponen en peligro su existencia ni nada de lo esencial del marco en el que se desenvuelve su vida, esa comunidad prefiere ser derrotada y ceder, antes que cargar con la responsabilidad de haber combatido sin respeto hacia las reglas morales, éticas y jurídicas, que se ha autoimpuesto por considerar que su violación acarrearía a la larga más perjuicios que beneficios debido a las graves pérdidas de autoestima y de respeto hacía sí misma que tal violación conllevaría.
Al contrario, cuando la comunidad perteneciente al Estado agredido percibe que la amenaza terrorista es lo suficientemente grave como para poner en peligro su existencia misma, el respaldo a los responsables de combatir a las organizaciones terroristas enemigas no disminuye apenas si, por considerarlo conveniente desde el punto de vista estratégico, aquéllos sobrepasan durante la lucha las restricciones ético-jurídicas en principio imperantes. El caso israelí es suficientemente ilustrativo al respecto.
La gravedad del problema, sin embargo, no estriba en que la comunidad occidental agredida prefiera perder antes que pelear sucio si perder es cuantitativa y cualitativamente aceptable. Lo grave es que los objetivos de las organizaciones terroristas son de largo alcance y las consecuencias de permitir, por decirlo gráficamente, que se salgan con la suya, siquiera limitadamente, van mucho más allá de los objetivos y beneficios que de forma inmediata alcanzan y reciben. En definitiva, el problema está en que en nuestras sociedades occidentales a veces la opinión pública no percibe con la suficiente claridad el alcance de los perjuicios estratégicos que, a la larga, puede inflingir el terrorismo.
Es verdad que, históricamente, hay pocos ejemplos en los que el terrorismo haya ayudado de forma concluyente al logro de objetivos políticos preseñalados. El caso más llamativo es el del asesinato del archiduque Francisco Fernando el 28 de junio de 1914 en Sarajevo. Aquel atentado fue perpetrado por jóvenes terroristas serbo-bosnios que soñaban con una Gran Serbia. Es imposible que ellos calcularan lo que luego ocurrió, pero lo cierto es que, con aquel atentado y por medio de un proceso de acción/reacción/acción, se puso en marcha una cadena de acontecimientos que acabó en 1919 con la creación, con el nombre de Yugoslavia, de la Gran Serbia que soñaran los terroristas. Es verdaderamente difícil en otros supuestos encontrar tan directa conexión entre una acción terrorista y el logro último del objetivo idealizado que movió a los ejecutores, pero sí es fácil encontrar casos en los que el terrorismo logró que un proceso, de alguna manera ya en marcha, se acelerara, como es el caso de la formación del Estado de Israel, o que el objetivo político propuesto se alcanzara sólo a medias, como es el caso de la amplia autonomía de la que goza el País Vasco y la aun más amplia que es previsible que goce en el futuro.
Conclusión: la opinión pública occidental exige a los que combaten a las organizaciones terroristas respeto a los límites éticos y jurídicos que imperan en nuestras avanzadas comunidades. Por otra parte, Clausewitz nos enseña que aceptar la imposición de estos límites puede tener un coste; Sin embargo, en la práctica y no obstante la afirmación de Clausewitz, es también constatable que cierta moderación en la violencia a emplear puede aumentar la eficacia estratégica cuando se combate contra organizaciones terroristas. La verdadera naturaleza estratégica de esta moderación es en realidad un medio de impedir el desencadenamiento de un proceso de acción/reacción/acción. Es, pues, evidente que esta moderación de fundamento estratégico no debe confundirse con las limitaciones ético-jurídicas que las comunidades occidentales desean autoimponerse en esta lucha; Mientras la comunidad defendida quiera que la lucha se mantenga dentro de esos límites ético-jurídicos no pueden sobrepasarse los mismos so pena de perder el respaldo de ella y con él, la guerra. Pero dado que el terrorismo es un instrumento, si bien limitado, capaz a largo plazo de favorecer la consecución de objetivos estratégicos de considerable valor, se hace necesario plantearse, con una visión exclusivamente estratégica, qué hacer si en esta guerra contra las organizaciones islámicas radicales llega a parecer que no es posible vencer si la lucha se mantiene dentro de los límites ético-jurídicos ahora vigentes.
Una opción a considerar es la de aceptar la derrota si ganar exige luchar sin restricciones ético-jurídicas. Pero antes de aceptar resignadamente esta solución, merece la pena ver si no hay alguna otra.
Desde luego, cualquier otra solución que pueda encontrarse debe garantizar conservar el respaldo de la comunidad a la que se defiende. Basta recordar la guerra de Vietnam para darse cuenta de las ruinas a las que puede quedar reducido lo que los norteamericanos llaman muy gráficamente el home front, si se olvida este aspecto esencial de toda guerra. Por eso, no se puede recurrir a la solución de violar encubiertamente los límites ético-jurídicos en principio vigentes porque, si se hace a gran escala, será imposible mantenerlo oculto en sociedades como las nuestras, que son de opinión pública y en las que se goza de una generosa libertad de prensa garantizada judicial y constitucionalmente. Un rosario de revelaciones acerca de sucesivas violaciones sistemáticas y conscientes de las restricciones ético-jurídicas por parte de los responsables de dirigir la defensa sería letal para ese respaldo, que, como se ha visto, es indispensable para la victoria.
Por eso, cualquier otra solución que no sea aceptar los límites y disponerse a perder si no se es capaz de vencer actuando dentro de ellos exige un paso previo: convencer a la comunidad de la importancia del peligro que representan las organizaciones islámico-radicales y la gravedad de los daños que a la larga puede producir el que alcancen algunos objetivos políticos, por pequeños y limitados que aparenten ser. Si este objetivo se alcanza, entonces se puede empezar a pensar en combatir elevando el techo de los límites ético-jurídicos ahora exigibles, siempre conscientes de que la victoria no tiene por qué exigir que no haya ninguna restricción, sino que lo correcto es sustituir las existentes por otras que, respetando los valores y principios esenciales que rigen la convivencia en nuestras sociedades, permitan combatir esta guerra con mayor eficacia.
Desde esta perspectiva hay que considerar el camino emprendido primero por la Patriot Act y luego por las iniciativas de Blair, aunque estas propuestas sigan siendo objeto de intenso debate debido, sin duda, a las divergencias en la percepción del peligro entre partidos y sectores sociales.
De modo que el responsable político se enfrenta a dos tareas imprescindibles: una pedagógica, consistente en explicar la necesidad de la victoria, y otra jurídica, de imaginación legislativa, para fijar unas reglas que sin comprometer los principios no obstaculicen el desarrollo de la lucha.
Emilio Campmany
jurista, historiador y escritor.
La cuestión bereber en Argelia y Marruecos (ARI)
Ángel Pérez González,
ARI Nº 107/2005 - 22.8.2005
El día 5 de agosto los amaciges celebraron en Nador un nuevo Congreso Mundial, lo que pone de relieve el hecho de que la cuestión bereber está abandonando la periferia para acercarse al centro de la vida política en Argelia y Marruecos. Se trata de un fenómeno que, gestionado de forma diferente en los Estados afectados, podría acentuar la conflictividad regional y condicionar en el futuro las relaciones de España con las dos naciones magrebíes.
Fuente: realinstitutoelcano.org
(hacer clic en el título para el artículo original)
ARI Nº 107/2005 - 22.8.2005
El día 5 de agosto los amaciges celebraron en Nador un nuevo Congreso Mundial, lo que pone de relieve el hecho de que la cuestión bereber está abandonando la periferia para acercarse al centro de la vida política en Argelia y Marruecos. Se trata de un fenómeno que, gestionado de forma diferente en los Estados afectados, podría acentuar la conflictividad regional y condicionar en el futuro las relaciones de España con las dos naciones magrebíes.
Fuente: realinstitutoelcano.org
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Iran amenaza con bloquear las inspecciones de las Naciones Unidas
Teherán amenaza con bloquear las inspecciones en sus instalaciones nucleares, si la disputa sobre sus actividades
nucleares es contemplada bajo Naciones Unidas.
Fuente: CNN.com
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Fuente: CNN.com
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