Es característico de la conciencia moderna un hondo dualismo en la valoración de la vida que separa en dos terrenos aislados lo espiritual y lo material. El individuo se encuentra colocado frente a una alternativa, sin otra solución que la de optar por uno solo de los valores en conflicto. Este pensamiento dualista pretende fundarse en la constitución misma de la realidad que por donde quiera se muestra dividida de acuerdo con las características de espíritu y materia. La generalidad de los hombres cultos acepta el dualismo como un hecho indiscutible y actúa en consecuencia, tratando de orientar su vida unilateralmente, en el sentido del valor que considera preferible. Es inevitable, pues, que, cualquiera que sea la elección, uno de los aspectos de la vida resulte sacrificado, pero aun cuando el hombre esté convencido de que no es posible hacer otra cosa, ese sacrificio lo desgarra y su vida transcurre en medio de un íntimo malestar e inconformidad.
El dualismo parece tener su raíz en el ser profundo del hombre dividido por tendencias que lo impulsan en direcciones opuestas ya sea para la satisfacción del alma o para la del cuerpo. Al obrar estas tendencias durante un largo proceso histórico, han creado un mundo en el que esa división del hombre se externa en las cosas y se define, por decirlo así, en caracteres macroscópicos. Son múltiples las expresiones que tiene ese dualismo en los diversos campos de la vida humana. Tales como la organización social, política y económica en casi todos los países, y en las ideologías que se disputan el favor de las mayorías. Nosotros vamos a considerar aquí dicho dualismo en uno de sus aspectos más importantes que es la pugna entre civilización y cultura.
La columna vertebral de la cultura moderna es el sentido espiritual de la vida, cuyo origen se remonta a los dos más poderosos factores en la historia europea, el pensamiento griego y el cristianismo. Aquel sentido de la vida se hace independiente en los albores de nuestra edad y adquiere modalidades nuevas en concordancia con el tiempo, al encontrar una justificación racional en la metafísica moderna. Pero a la vez el hombre descubre la faz material de la vida, cuya magnitud e importancia se le va revelando paso a paso, a medida que avanza el conocimiento de la naturaleza, el cual le proporciona también posibilidades de acción insospechadas. En una palabra, la ciencia natural, en su creciente progresión, transforma y amplifica el concepto del universo y pone en las manos del hombre un instrumento formidable para dominar las fuerzas materiales. La ampliación del cuerpo del saber aumenta correlativamente la potencia humana, que edifica una civilización material en grandes dimensiones como no habían visto los siglos. Los centros nerviosos de este nuevo organismo son las ciudades modernas que viven del trabajo industrial y del comercio. Este ambiente urbano despierta y multiplica en todos los sentidos los intereses materiales del hombre, cuya personalidad se pone a tono con las exigencias del medio, en virtud de un mimetismo semejante al de esos animales que toman el color de los objetos que los rodean. La vida instintiva, que representa a la naturaleza dentro del hombre, adquiere conciencia de sus derechos y se sobrepone al espíritu con aire de venganza por la humillante servidumbre en que éste la había mantenido por largo tiempo. Un nuevo tipo de hombre se yergue orgulloso y dominador, despreciando la antigua moralidad, ansioso de expansionar la vida de su cuerpo por medio de los atractivos que le ofrece la civilización. El disfrute del dinero como instrumento de poder, y como medio para obtener el bienestar material y la vida confortable, los placeres sexuales, el deporte, los viajes, la locomoción, y una multitud de diversiones excitantes constituyen la variada perspectiva en que se proyecta la existencia del hombre moderno. Su tipo representativo es el burgués cuya psicología, que Sombart ha trazado con una observación penetrante, reúne los rasgos de carácter polarizado hacia los valores materiales. Impulsada por su principio material, la civilización se desarrolla en un sentido divergente al de la cultura, hasta crear una tensión dramática que hace sentir sus efectos dolorosos en la conciencia de muchos hombres modernos.
La primera justificación filosófica del dualismo aparece en los comienzos del siglo XVII con la doctrina de Descartes. Oponiéndose a la concepción escolástica del mundo, este pensador logra, por medio de un método estrictamente racional, concebir al Universo como una extensa máquina. Siguiendo su propio camino, el filósofo llega a la misma conclusión que su contemporáneo Galileo: que «la naturaleza está escrita en la lengua matemática». El universo es sometido a un proceso de simplificación a fin de ser fácilmente explicado en conjunto, por nociones claras y evidentes para la razón. La multiplicidad cualitativa de las cosas es transformada en un orden uniforme de magnitudes -por ejemplo, los colores se reducen a un movimiento vibratorio-, de manera que en un principio se postula que todo fenómeno natural es susceptible de medida. Armado de esta hipótesis metódica son suficientes, al filósofo, dos principios explicativos para construir en un grandioso sistema la totalidad de la existencia: la materia y el movimiento. Sin detenerse ante lo orgánico, Descartes extiende con rigor implacable su explicación mecanista a los seres vivientes que son considerados también como máquinas. Al lanzar esta afirmación atrevida, Descartes vuelve la espalda bruscamente a la vieja doctrina de Aristóteles, intocada durante siglos, explicando la vida como una fuerza finalista. En aquel sistema moderno no hay sitio para ninguna especie de fuerza.
Descartes prosigue su camino y llega lógicamente al resultado de incluir también al hombre dentro de su orden mecanista. Si el hombre es una entidad corpórea, tiene que ser necesariamente una máquina. Pero aquí, en el ser humano, irrumpe el dualismo en el pensamiento de Descartes. El hombre no es, como el animal, una pura máquina, sino una máquina pensante. He aquí un hecho, el pensamiento, que desprovisto de extensión no puede ser considerado como una substancia material. El pensamiento pertenece a una distinta categoría ontológica, y Descartes, sin titubeos, lo coloca en el orden del espíritu. La naturaleza humana resulta entonces un compuesto de dos elementos, la sustancia pensante que es el espíritu y la sustancia extensa que es la materia. Establecida esta honda separación entre los principios constitutivos del hombre, un nuevo problema metafísico surge a la consideración de la filosofía. ¿Cómo se explica ahora el paralelismo psico-fisiológico? ¿De qué modo se armoniza la acción del alma y el cuerpo? Descartes sostenía que la interacción de los cuerpos sólo puede explicarse por causas mecánicas. El choque es el único medio que tienen los cuerpos de influir uno sobre otro. Entonces, si el alma es incorpórea ¿cómo puede actuar físicamente en el cuerpo y vice versa? He aquí una cuestión racionalmente insoluble una vez que se ha postulado la dualidad radical de sustancias. Descartes creyó desatar el nudo con una teoría arbitraria y fantástica: que el alma se inserta en el cuerpo a través de la glándula pineal. Tres grandes filósofos que sucedieron a Descartes, Malebranche, Spinoza y Leibnitz, intrigados por el acertijo, perdieron su tiempo tratando de descifrarlo. Sus respuestas son a cual más artificiosas. ¿No será, en el fondo, que la dificultad no existe y que el problema ha sido inventado por Descartes? Sin embargo, se diría que después de Descartes el desarrollo histórico del hombre parece confirmar plenamente su doctrina dualista. Lo espiritual y lo material han adquirido la existencia como dos mundos aislados que apenas se tocan. El dualismo se percibe sobre todo en la civilización y la cultura que exhiben, de un modo casi tangible, la división interna del hombre. Al llegar a un cierto desarrollo, la civilización ha tomado un impulso propio que el hombre no ha podido detener, acentuando cada vez más su carácter mecánico. El maquinismo, creado para facilitar el trabajo humano, se convierte en instrumento de servidumbre. El hombre desperdicia una gran oportunidad de librarse del trabajo físico, de sustituir los esclavos humanos por las máquinas. Su admiración por el poder lo ha convertido hoy en un fiel servidor de la máquina que tiene para muchos hombres el prestigio de un nuevo fetiche. La enorme fuerza sugestiva de las máquinas tiende a imponer a la sociedad una organización mecánica, y el individuo por una especie de mimetismo se mecaniza también. Así el tiempo parece haber confirmado la opinión cartesiana que en el siglo XVIII hizo escribir a un convencido materialista, La Metrie, un libro que titulaba L'homme machine. Una teoría psico-analítica de la historia interpretaría este fenómeno como un desquite del hombre por la prolongada represión que le había impuesto el espíritu. El sentido espiritualista de la vida, con una incomprensión no menos unilateral que la del materialismo, desconoce los valores de la realidad concreta. Platón, que fue el primer defensor del espiritualismo, consideraba el cuerpo como «la cárcel del alma». En esta incomprensión del cuerpo se ha inspirado el ideal ascético que acompaña siempre, aun en la cultura moderna, al sentido espiritual de la vida. La negación sistemática que el ascetismo hace de los valores vitales provocaría a la larga una rebelión de los instintos, que en la embriaguez del triunfo arrastra por el suelo al espíritu destronado.
La rebelión de los instintos ha encontrado también su justificación filosófica dentro del materialismo y el positivismo, en la teoría que concibe al hombre como un ser exclusivamente «natural». Las funciones superiores del alma como la inteligencia, la voluntad, el sentimiento, serían una mera prolongación de los instintos y estarían destinadas a servir de un modo indirecto los intereses de éstos. Para semejante doctrina, el hombre quedaría reducido tan sólo a lo instintivo, lo que implica su inclusión en el orden de la animalidad. Apenas se distingue de los animales en que posee instrumentos psíquicos refinados para la realización de sus fines biológicos. Forma parte del contenido de esta doctrina la tesis «determinista», que considera a la voluntad sometida a causas mecánicas y anula, por lo tanto, la autonomía moral del hombre. Si acaso existen las «ideologías de clase» esta concepción materialista del hombre es la más genuina expresión de la psicología burguesa. Los comienzos de esta ideología se remontan al filósofo inglés Thomas Hobbes, pero no llega a ser un pensamiento acabado sino durante el siglo XIX, primero en la filosofía de Feuerbach y después en todos aquellos pensadores que aplican el método científico al conocimiento de la vida psíquica. Dicha concepción del hombre adquiere una gran popularidad en la centuria pasada, en conexión con la doctrina evolucionista de Darwin, y también como una de las tesis fundamentales del «monismo materialista» divulgado por Büchner y Haeckel.
No es de sorprender que esta idea se haya convertido bien pronto en una verdad evidente para todo el mundo, pues si carece de consistencia científica, en cambio halaga los instintos más poderosos del hombre. Aquí está el secreto de su «evidencia» y del tono dogmático con que es afirmada. Como es una idea que favorece sus impulsos vitales más enérgicos, el hombre la difunde siempre con la mayor pasión de que es capaz. Lo cierto es que si juzgamos objetivamente los resultados de esa idea, reconoceremos que ha provocado un rebajamiento de los valores humanos. No se deben confundir con esta valoración naturalista del hombre, aquellas ideas que bajo una apariencia semejante se proponen en realidad lo contrario, dignificar al instinto, librarlo de la injusta condenación del ascetismo espiritualista. Tal es la egregia intención de la filosofía vitalista, representada por los pensadores como Dilthey, Nietzsche y Bergson al atribuir a la vida una categoría psíquica, idea en donde late una nueva valoración del ser humano.
A pesar de todo, el hombre no se muestra satisfecho con la valoración naturalista de su propia existencia. Al ponerla en práctica, parece habérsele escapado la alegría que esperaba, y, en medio de la excitación de la vida material, de vez en cuando tiene la sensación penosa de un vacío interior. Es el sentimiento de la nada descrito por Kierkegard en su crítica a la moderna civilización. Según nuestra interpretación psicoanalítica, las preocupaciones de la vida material no han podido destruir el fondo espiritual del hombre, sino solamente ahogarlo. Ahora es la materia la que reprime al espíritu, lo que en resumidas cuentas no ha restablecido la armonía y el equilibrio de la naturaleza humana y sólo ha venido a invertir el antiguo estado de cosas sin corregir su extremismo.
Este desequilibrio interno ha minado la confianza y admiración que sentía el hombre por su aparatosa civilización y surge un pesimismo que crea una filosofía para negar los valores de aquella. El antecedente de esta idea contraria a la civilización encuéntrase en Rousseau, quien, al contestar una pregunta propuesta por la Academia de Dijon (1750), decía que «cuanto más se han perfeccionado las artes y las ciencias tanto más depravadas se han ido haciendo nuestras almas». Los pesimistas consideran la civilización como un síntoma de la decadencia del hombre y presentan multitud de pruebas impresionantes para demostrar su idea. Sin embargo, esta doctrina del hombre, que Scheler llama una «idea descarriada», no ha alcanzado, ni con mucho, una aceptación general. Nietzsche es responsable también de esta opinión al sostener que el hombre de «vida descendente» construye la civilización como un artificio para compensar su decadencia. ¿Qué es el hombre según esta doctrina? Un desertor de la vida que se vale de sucedáneos para sustituir las auténticas funciones vitales. La ciencia, la técnica, las herramientas, las máquinas, son un largo rodeo que hace el hombre para obtener lo que necesita, ya que su debilidad biológica le impide hacerlo directamente como los otros animales. El hombre es un animal enfermo porque ni siquiera sabe de manera inequívoca o inmediata qué hacer, adónde ir. En algunos pensadores como Klages, que exaltan al máximo los valores vitales, el espíritu resulta una fuerza diabólica que destruye y aniquila la vida y el alma. Aquí pues se nos presentan la vida y el espíritu como dos potencias absolutamente antagónicas. El pesimismo hace crisis con las ideas, ampliamente difundidas, de O. Spengler que se resumen en la famosa teoría de la «decadencia de occidente».
Sin admitir, por supuesto, que exista una verdadera decadencia del hombre y mucho menos que ésta provenga de su esencia, no cabe duda que la crisis de nuestro tiempo revela que hay algo malo en la organización de la vida y en la actitud interna del hombre frente a ésta. No vamos a insistir aquí en la crítica a la organización económica, no porque desconozcamos la importancia de este factor de vida, sino porque esas ideas son ya muy conocidas, gracias a la propaganda socialista, y no podríamos decir nada nuevo a ese respecto. Nuestro propósito se limita por ahora a mostrar que existen también ciertos factores psicológicos de influencia decisiva en la crisis del hombre moderno, el cual necesita de una reforma espiritual como condición indispensable para recuperar el equilibrio de su ser. La reforma será posible cuando el hombre haga un examen de conciencia y descubra la raíz del mal en una contradicción interna. Toda contradicción lleva consigo el impulso de resolverse; lo que quiere decir que no falta en el hombre moderno la voluntad de reformarse y sólo espera saber con evidencia cuáles son los medios más seguros para realizarla.
El malestar de la conciencia moderna indica una falta de armonía del hombre con el mundo. La civilización ha venido a complicar la vida en grado extremo hasta el punto de desorientar al hombre en medio de la multiplicidad de cosas que él mismo ha inventado. Esa desorientación consiste fundamentalmente en una falsa actitud mental que tergiversa el sentido de los valores y altera el orden natural de las cosas en cuanto a su importancia.
Uno de los errores de valoración que más consecuencias desfavorables ha tenido es el de elevar los medios a la categoría de fines. La inteligencia puesta al servicio del valor «poder» ha inventado una admirable técnica científica sin precedente en la historia. Ante sus maravillosos resultados el hombre acaba por sobreestimar la importancia de los problemas técnicos olvidándose luego del verdadero fin a que obedecen. Todas las actividades de la vida y de la cultura han sufrido a causa de este equívoco. En el arte, en la ciencia, en la industria, en la economía, abundan los ejemplos de esta desastrosa estimación. En la actualidad es frecuente que pasen por obras maestras, ante la ingenua admiración de los amantes del arte, producciones de una calidad muy dudosa, pero realizadas con una técnica brillante e ingeniosa. La ciencia y la filosofía no se han librado de la influencia maléfica de este fetichismo moderno. «En muchos dominios de la ciencia se produce así -dice Simmel- lo que podríamos llamar saber superfluo, una suma de conocimientos metódicamente impecables, irreprochables, para el concepto abstracto de la ciencia y que sin embargo se han desviado de la adecuada finalidad de toda investigación y no aludo a una finalidad externa, sino a la ideal y cultural... Aquí tiene sus raíces ese culto fetichista del método que padecemos desde largo tiempo; una aportación cualquiera es preciosa desde el momento en que su método es impecable; así se da hábilmente carta de naturaleza a infinitos trabajos que ninguna conexión guardan con el verdadero desarrollo unitario del conocimiento, por grande que sea la amplitud con que lo concibamos.» (1)
La consecuencia determinada por el culto de la técnica es la sobreproducción que multiplica innecesariamente la variedad y el volumen de la cultura y la civilización hasta agobiar al hombre bajo un peso abrumador. Toda esta multitud de cosas aumenta artificialmente las necesidades del hombre, le impone cada día una nueva obligación. La fiebre técnica «explica la elaboración de ciertos productos industriales que han sido obtenidos por su proximidad con otros y de los cuales no existe en rigor necesidad alguna; nos empuja la velocidad adquirida, la necesidad de recorrer hasta el cabo la dirección emprendida; la serie técnica exige ella ser completada, por miembros que la serie psíquica, en realidad la definitiva, para nada necesita. Y de este modo se originan ofertas de mercancías que provocan, si miramos desde el plano cultural del sujeto, necesidades artificiales y sin sentido.» (2) Hasta un cierto punto la producción se domina a voluntad, pero después adquiere ésta un impulso propio de crecimiento que arrastra al hombre, el cual resulta a la postre dominado en vez de dominador. Entregado por completo al mundo exterior, plena su conciencia de preocupaciones materiales que desplazan cualquier interés, la vida del alma se va extinguiendo hasta que el individuo se convierte en un autómata. Algunos espíritus sensibles se rebelan contra el enrarecimiento de la atmósfera que amenaza asfixiar la vida del alma. En una discusión que sostienen dos intelectuales rusos recluídos en una casa de salud, escriben algunas reflexiones que constituyen un documento precioso para pulsar la inconformidad de la conciencia contemporánea. (3) Uno de ellos escribe: «la aguda sensación del peso intolerable de nuestra cultura, herencia que nos sigue, procede esencialmente de vivir la cultura no como un radiante tesoro de dones, sino como un sistema de sutiles imposiciones. No es extraño, la cultura tiende a convertirse en eso, en un sistema de coacciones». (Gerchenson.) El otro de los dos escritores lanza también su protesta en estas palabras: «Finalmente están las legiones de conocimientos terroríficos por su número y rigidez; inundan la inteligencia instalándose en nombre de la verdad objetiva, sin aguardar el momento en que una necesidad real escoja de sus filas las que puedan ser útiles; aplastado bajo su peso, el espíritu languidece en sus ligaduras, impotente para asimilarlas verdaderamente o rechazarlas. Lo que me interesa no es liberarme de toda especulación, sino especular libremente o sea alcanzar la libertad y la frescura de una especulación directa». (Ivanov.) En este pasaje está expresado con gran claridad uno de los conflictos que aquejan a la conciencia contemporánea. La civilización ha despojado al individuo de su libertad; aprisiona su espíritu con múltiples ligaduras y le impone una personalidad extraña. La voluntad propia del individuo, sus sentimientos, sus aspiraciones, su vocación, sus fuerzas se revuelven impotentes bajo la máscara que le ha puesto el mundo exterior. Entre las observaciones de detalle que abundan en la filosofía de Bergson, a veces más valiosas que su doctrina fundamental, se encuentra una que pinta la verdadera psicología del hombre moderno. Para Bergson el alma humana está constituida por dos capas que corresponden a dos diversos «yos». Hay una capa periférica en la que se depositan la experiencia adquirida por el individuo en la acción práctica; resulta en cierto modo de la adaptación del individuo a su medio, es el yo social. Debajo de esta capa, en el centro del alma, encuéntrase un yo profundo en que están virtualmente contenidas las potencialidades individuales que no pueden tener una aplicación útil, pero que en cambio son la parte mejor del sujeto, lo más suyo que tiene, y el núcleo de sus actividades más altas, aquellas que podrían florecer en una personalidad espiritual. «Existirían, pues, dos yos diferentes; uno sería como la proyección exterior del otro, su presentación espacial y por decirlo así social. Alcanzamos el primero por una reflexión profunda que nos hace percibir nuestros estados internos, como seres vivientes sin cesar en vía de formación... Pero los momentos en que somos nosotros mismos son muy raros y por eso raras veces somos libres. La mayor parte del tiempo vivimos exteriormente a nosotros mismos, no percibimos sino el fantasma incoloro de nuestro yo... vivimos para el mundo exterior más bien que para nosotros; más bien hablamos que pensamos; somos pasivos más bien que activos. Obrar libremente es recobrar la posesión de sí...» (4) Los dos yos corresponden en la doctrina bergsoniana a dos momentos diferentes de la vida. El yo social es el pasado, lo que se ha vivido ya. El yo profundo es el presente y futuro, la fuerza creadora en potencia, lo que no se vive todavía. Por eso el yo social es algo muerto, mientras que el yo profundo representa lo que aún hay de viviente en el ser humano.
Muchos individuos aún ignoran esta región subterránea de su alma, y el arte tiene como misión revelársela. El goce estético se explica precisamente porque cuando el artista levanta esa costra de nuestro espíritu para contemplar el fondo, reconocemos a nuestro yo más íntimo, contemplamos lo que hubiéramos podido ser, pero que no fue a causa de otras exigencias más imperiosas. El drama que acompaña a este dualismo es un tema inagotable para el teatro y ha inspirado, en efecto, algunas de las mejores obras de Pirandello. El destino que aniquilaba a los héroes griegos está representado aquí por una fuerza social implacable, que impone a los individuos una personalidad contradictoria; éstos se agotan en una lucha impotente para deshacerse de ella; no son hombres, sino personajes que al fin sucumben al falso papel que la vida les obliga a representar.
La tragedia del hombre actual es que sus creaciones materiales e ideales se rebelan contra él. El vasto mundo de la civilización y la cultura adquiere un dinamismo independiente que sigue por un camino diverso al que el hombre debe recorrer. Arrancado de su propia trayectoria, anulada su libertad, el hombre va perdiendo sus atributos característicos, precisamente aquellos en que se funda la dignidad humana, y rebaja el nivel de su existencia. No todos los hombres tienen una conciencia clara de lo que sucede, pero sí una mayoría siente una inconformidad que lo mantiene en rebelión continua sin un objetivo definido, luchando por algo que no se encuentra, porque no se sabe lo que es. Sin embargo, ya muchos hombres han descubierto la causa de la inquietud y son conscientes de que el nivel de lo humano está en baja marea. La civilización tal como está organizada parece un plan diabólico para dejar al hombre sin alma y convertirlo en un espectro de lo que fue en mejores tiempos. Cuanto el hombre produce en el orden material o ideal, para su beneficio, le resulta contraproducente, y tarde o temprano esas criaturas son como filtros que subyugan y paralizan los movimientos del alma. He aquí una elocuente descripción de este fenómeno: «Todos sabían que Napoleón no nació emperador. Cualquier mujer del pueblo, espectadora entre la muchedumbre de una revista suntuosa, hubiera podido exclamar al verle: Héle aquí emperador; después de haber casi perdido su nombre personal, es el soberano de los pueblos; pero envuelto en pañales no era nada a los ojos del Universo, solamente el hijo de su madre. Y lo mismo pienso admirando en un museo un cuadro célebre. El artista lo pintó para él mismo; en la creación eran inseparables el uno del otro, él estaba en su obra y ésta en él, pero he aquí que la obra ha sido elevada sobre el trono del Universo y transformada en valor objetivo... Todo lo objetivo nace en el individuo y en su origen sólo a él pertenece. Cualquiera que sea el valor, su historia presenta siempre las tres fases que Napoleón atravesó: Primero era algo que no es nada a los ojos del Universo; luego el guerrero y el jefe militar; al fin el soberano del mundo». No se puede describir más bellamente ese proceso de deshumanización de la cultura que hoy padece la humanidad y le arrebata sus mejores atributos. Cuando un individuo a costa de sacrificios ha logrado crear un valor nuevo, su premio es que le arranquen su criatura para hacerla patrimonio universal. Entonces estos viejos valores «ciñen la corona y se aprestan a reinar»... Valor coronado es frío y cruel, y con el tiempo se petrifica transformándose en fetiche... Ahora dicta sus leyes con absolutismo sin prestar atención a suplicas personales... Lo que una vez fue viviente individual, se ha transformado ahora en un ídolo frío que exige el sacrificio de algo viviente y personal como lo que le dio nacimiento... Napoleón emperador y el cuadro entronizado en un museo son déspotas en el mismo grado». El mismo escritor encuentra una parábola feliz para completar la historia de los valores que al acumularse se hacen funestos para el desarrollo humano. «Las astas del ciervo se han desarrollado sujetándose a las leyes naturales para servir de medio de defensa e intimidación; pero en otras especies, también según las leyes naturales, las astas han adquirido tales proporciones que impiden la carrera a través de los bosques y la especie acaba por extinguirse. Este fenómeno puede compararse al de la cultura. No son comparables nuestros «valores» a estas astas? Forman primero un atributo individual; luego de la especie entera, y finalmente, tras un crecimiento exagerado, nefasto para la personalidad, ya sólo constituyen un impedimento.» (5)
Después de un penoso esfuerzo secular el hombre se encuentra rodeado de un sinnúmero de cosas, de ideas, de valores, que le cortan el paso, y se siente perdido en medio de esta selva artificial que él ha plantado y cultivado con sus manos. Tal vez el hombre aspiraba a levantarse por encima de la naturaleza en busca de un espacio más libre, pero lo cierto es que ahora sus espaldas se encorvan bajo el peso de un mundo complicado que no ha sabido dominar. El trabajo material, la lucha económica se realiza dentro de una organización viciosa que es quizá uno de los más poderosos factores del rebajamiento humano. Profundizando en las críticas del socialismo al sistema capitalista, se encuentra quizá el sentimiento de la dignidad humana, que protesta herido en su fundamento vital. (6) Basta una cita tomada del economista Sombart, para explicar en qué forma el capitalismo lesiona los valores humanos. «Lo que caracteriza al espíritu burgués de nuestros días, es su indiferencia completa por el destino del hombre. El hombre está casi eliminado de la tabla de valores económicos y del campo de los intereses económicos; la única cosa que interesa aún es el proceso, sea de la producción, sea de los transportes, sea de la formación de precios. Fiat productio et pereat homo!» (7) De todo lo anterior podemos derivar la conclusión de que los valores fundamentales del humanismo están en crisis. Alrededor del humanismo se agita no sólo un problema estético o académico, sino hondamente moral, que no puede ser excluido de un plan generoso de reorganización social, si se propone seriamente el mejoramiento de las actuales condiciones de existencia. Es evidente que toda organización futura de la sociedad debe planearse en vista del bienestar y la felicidad de todos los hombres, sin distinción de clases, corrigiendo todas las injusticias que hoy existen; pero este fin no será plenamente logrado si no se toman en cuenta la totalidad de las aspiraciones humanas. El humanismo aparece hoy como un ideal para combatir la infrahumanidad engendrada por el capitalismo y materialismo burgueses. Sobornada la conciencia de innumerables seres por la misma atmósfera viciada que respiran, apenas se dan cuenta del rebajamiento de su naturaleza, y por ello los espíritus más esclarecidos están obligados a denunciar la desmoralización que sufre el hombre. Toca a la juventud que aspira a una sociedad mejor y más justa, en general a todos los hombres que tienen la voluntad de crear un mundo nuevo, afirmar y defender los valores del humanismo. Pero queda aún en pie una grave interrogación que contestar: ¿Cómo debe ser el hombre?
La respuesta no es fácil de dar. Es un problema que ha inquietado al género humano en todos los tiempos, intentando resolverlo por diversos caminos. Aun cuando existan otros problemas más inmediatos y apremiantes, aquella interrogación no pierde su importancia vital. Se necesita una gran frivolidad u ofuscamiento para que no interese la meditación sobre el destino humano. Precisamente en tiempos de crisis y de catástrofes como el presente, es cuando la humanidad repliega su conciencia con la mira de sondear el enigma de su vida. El conocimiento del hombre es hoy un interés que se sitúa en el centro de la meditación filosófica, poniendo en juego todos los recursos de la inteligencia. Mas para asegurar sus resultados, es preciso, de antemano, elaborar un método riguroso que analice y mida las posibilidades del conocimiento aplicado a la esfera de los problemas antropológicos. La intención de este pequeño libro no es tratarlos minuciosamente, sino fijar un itinerario, de acuerdo con el estado actual de la antropología filosófica, en el que se plantean algunos problemas y se indica en qué sentido trata de resolverlos el pensamiento actual.
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