Myriam Miedzian, en un excelente y sugerente libro que gira alrededor de este tema, analiza con detalle cómo se ha ido formando esa fascinación masculina por la violencia, y el tremendo precio que hombres y mujeres pagamos por mantener unos arquetipos masculinos inútiles, destructivos y primitivos , de los que finalmente todas las personas resultamos ser víctimas. Miedzian señala como principales valores de la mística masculina: la dureza y la represión de la sensibilidad (el miedo, el lloro, etc.), el afán de dominio, la represión de la empatía y de las preocupaciones morales, y la competitividad extrema , que condiciona a los hombres a valorar por encima de todo la victoria y la gloria, y a encerrarse en las dicotomías de nosotros/ellos o ganar/perder. Toda esa mística conduce a la violencia, sea criminal, doméstica o política, porque de ahí se legitima la patrioterismo, el militarismo y la hombría, y muy especialmente, conduce a la aceptación y glorificación de la guerra y la violencia, porque desde la más tierna infancia se enseña a los hombres a demostrar su masculinidad a través de la violencia (Miedzian, 1996). Además, una de las mayores fuentes de legitimación cultural de las guerras han sido las mismas religiones, y como ha dicho Boulding, "la cultura de la guerra Santa es una cultura guerrera masculina dirigida por el dios patriarcal guerrero" (Boulding, 1992: 35).
Miedzian pone particular atención al efecto acumulativo que tiene en los niños el hecho de estar rodeados de tanta violencia . "En la TV o en las películas, en los combates de lucha libre, en los conciertos de heavy metal o de rap, en los juguetes o en los deportes, el mensaje generalizado es que la violencia es aceptable y divertida... Cuando los niños crecen viendo centenares de miles de horas de programas de TV y películas en las que las personas son atracadas, tiroteadas, apuñaladas, destripadas, rajadas, despellejadas o descuartizadas; cuando los niños crecen escuchando música que glorifica la violación, el suicidio, las drogas, el alcohol y el fanatismo, es bastante poco probable que se conviertan en el tipo de ciudadanos participativos, educados y responsables que nos pueden ayudar a alcanzar dichos valores y objetivos" (Miedzian, 1996: 349-353).
Analizando el contenido violento y erótico de los videojuegos, Pérez Tornero ha señalado también que "el mercado del regalo infantil... logra imponer sus valores de aceleración, competitividad, de una agresión cada vez más cruda y e una sorda ansiedad por lograr emociones cada vez más fuertes... La mayoría de los videojuegos suelen constituir una oportunidad para que el niño o el adolescente transgreda ostentosamente -y, a veces, ridiculice- aquellos valores y reglas que los adultos intentan sostener moralizadoramente en el mundo real" (Pérez Tornero, 1997: 6).
¿Cómo superar esta mística, inventada para convertir a los jóvenes en soldados obedientes, dispuestos a sacrificar sus vidas para que la hombría de los líderes políticos quede intacta? Al hablar de políticas de paz, con frecuencia tenemos la mala costumbre de mirar excesivamente hacia arriba, buscando a la ONU o la mediación de las grandes potencias, o pensamos en las grandes transformaciones económicas que puedan cambiar la vida de pueblos marginados, y nos olvidamos de que la base de la práctica de la paz está también en nuestro entorno y en nuestra vida cotidiana. Permitánme que, de la mano de Elise Boulding, recuerde dos muestras claras de acción y de cultura de paz que están en nuestra vida diaria y que están en la base de la superación de la mística de la masculinidad. Una es el nutrir , esto es, la cultura practicada por las mujeres en la crianza y el cuidado de las criaturas y ancianos, y es el ejemplo de que la cultura de las mujeres está orientada también hacia el futuro, puesto que estas prácticas tienen en cuenta las necesidades del mañana, y el sostenimiento de la vida ha estado siempre por encima de las ideologías, de ahí que el proyecto de cultura de paz pase por colocar la vida en el centro de la cultura . La práctica del nutrir, como podemos comprobar, es una práctica "sostenible" desde hace siglos, y como nos recuerda Boulding, "si los hombres dedicaran más tiempo con los niños y aprendieran nuevos instrumentos de escucha y relación, se pondría en marcha un proceso que ayudaría a reducir los comportamientos violentos y equilibraría la balanza entre temas culturales de paz y agresión" (Boulding, 1992: 107-133).
La otra experiencia se refiere a la práctica constante de la negociación para solucionar esos pequeños conflictos que surgen en el seno familiar, y se basan en nuestra capacidad de humanidad. La familia es, o puede ser, una auténtica universidad de gestión de conflictos si sabemos actuar con un mínimo de inteligencia y humanidad. Es ahí, y también en la escuela y en otros espacios de socialización, donde hay numerosas oportunidades para aprender a manejar los utensilios de la cultura de paz.
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